De lo que fui testigo un domingo por la tarde en Nueva York…
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El domingo por la tarde, en el monasterio de la Sagrada Familia en Nueva York, cerca de las Naciones Unidas, mi joven amiga Barbara se puso frente a un sacerdote. Junto a ella, un poco atrás, solo había una monja, su mentora.
El sacerdote, la monja y mi amiga crearon una pequeña isla en el amplio espacio que hay frente al altar. En el centro había una mujer, joven y menuda, vestida con una falda larga con flores, sobria y alegre, como ella. Barbara había invitado a sus amigos a ver el cambio de vida.
“Creo y profeso que la sagrada Iglesia católica cree, enseña y proclama ser revelada por Dios”, declaró. A continuación, el sacerdote procedió a su Confirmación y ella volvió a su sitio para que la misa pudiese continuar.
Sumamente emotivo
Había olvidado lo emocionante que es ver a una amiga muy querida ingresar en el Iglesia. Nunca pasa de moda y no se convierte en una rutina. Siempre parece un nacimiento o una boda. Casi todos los católicos con los que he compartido esta experiencia sienten lo mismo.
Queremos que nuestros amigos estén dentro, con nosotros, para compartir lo que se encuentra en el centro de nuestras vidas. Esto es parte de lo que nos conmueve, pero no es lo único. Los queremos dentro de la Iglesia por su propio bien.
Por supuesto, la Iglesia se muestra afectiva y respetuosa con otros cristianos. Llega lo más lejos que puede para verlos unidos a nosotros en lo que Juan Pablo II llamó “una comunión incuestionable aunque imperfecta”.
El sacerdote expresó que recibía a Barbara en “plena comunión” ya que, como cristiana protestante, ya tenía parte del camino hecho.
Sin embargo, no tenía todo el camino hecho. Nuestros amigos cristianos pueden ser unos santos, puede que mejores cristianos que nosotros, pero queremos que estén dentro de la Iglesia. Ser católico es algo importante.
El Catecismo de la Iglesia Católica lo explica cuando describe la Confirmación.
La confirmación de la Iglesia “confiere crecimiento y profundidad a la gracia bautismal”. Esto “nos introduce más profundamente en la filiación divina que nos hace decir “Abbá, Padre”; nos une más firmemente a Cristo; aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo; hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia; nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz”.
No es poca cosa. Esto es lo que mi amiga recibió de la Iglesia el domingo por la tarde.
Algo muy grande
Cuando Barbara pronunció las palabras “Creo y profeso”, mis ojos se llenaron de lágrimas. No me ocurre a menudo, pero algo muy grande le acababa de ocurrir a una persona muy querida.
No puedo describir este sentimiento sin caer en lo sentimental o en clichés, e incluso en el triunfalismo, así que no lo intentaré.
La Iglesia acababa de hacerle un regalo hermoso. El sacerdote le había dado las llaves de su nuevo hogar y las herramientas para convertirla en la persona que no podría llegar a ser sin ellas.
Cuando somos testigos de un momento así, vemos a la Iglesia como un médico que ha ayudado a nuestro amigo a ver o caminar.
Sentí, y seguro que el resto de los allí presentes también lo sintió, que nuestra amiga ahora ya no era solo una buena amiga, sino parte de la familia.
Acabábamos de compartir un momento decisivo que no habíamos compartido antes, algo más profundo que la amistad, algo permanente. No solo se puede describir como familia, también como solidaridad, secreto, herencia o misión.
Ahora ella ve lo que tú y el resto de la familia ve, y lo que el resto del mundo no ve. Ahora la historia familiar también le pertenece y se convierte en leyenda y tradición, incluso las bromas desgastadas de siempre.
Sé que, desde fuera, unirse a la Iglesia católica es como dejar de ser miembro de una cadena de supermercados para serlo de otra.
Es una metáfora un poco absurda, como si alguien asegurara que mudarse a un nuevo apartamento dos pisos más abajo lo curase de cáncer, o insistiera en que mudarse le da superpoderes.
Algunos amigos que me han preguntado acerca de la conversión han puesto caras raras o me han sonreído como si fuese un chico de 15 años completamente enamorado de una chica de mi clase. Lo entiendo perfectamente.
Pero, desde dentro, es así como se siente. Es muy emotivo porque conocemos la realidad en la que se sumergen nuestros amigos.
Gracias, Barbara, y bienvenida.