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Cuando Indiana Jones está a punto de encontrar el Santo Grial, recibe las tres pistas finales. La primera le habla de la actitud que debe tener quien lo encuentre. “Pasará el hombre penitente, el que se humille ante Dios…”. Indy intuye que eso solo puede querer decir que ha de arrodillarse. Y suerte, porque ¡gracias a eso se libra de que le corten la cabeza! (Disculpen, me permito el spoiler porque la película es de 1989).
La humildad se identifica con gestos físicos como agachar la cabeza, bajar la mirada o ponerse de rodillas.
Pero una parte esencial de la humildad va más adentro: es la actitud humilde interior, la que tiene que ver con la inteligencia y la voluntad. Quizá no se expresa en lo físico, pero es la que realmente vive el corazón (y los deseos más íntimos) de la persona.
Eso sí, tiene una manifestación clara: la alegría. El podio de una persona humilde es la sonrisa franca y abierta.
¿Tan difícil es la humildad intelectual? La verdad es que es una virtud que compararía con la natación: puedes ser olímpico o te puedes quedar en un diploma de cursillo de verano. Hagamos un pequeño repaso de situaciones que nos pueden servir de termómetro para saber cómo vamos en esta virtud:
- En mi familia, ¿tiendo a creer que llevo la razón?
- ¿Pienso que los demás todavía no se han percatado del genio que tienen conviviendo con ellos?
- ¿Quiero tener la última palabra en las discusiones?
- En el trabajo, ¿cómo llevo las correcciones que me hacen el jefe y los compañeros?
- ¿Doy a conocer a los míos una decisión profesional o personal que les incumbe antes de que ya no se pueda cambiar? ¿Les consulto lo que les afecta o ya doy las cosas hechas?
El “yo” interior es fuerte y se agarra a las paredes de nuestro corazón. Y actúa como los gases: en cuanto puede, se expande. Por eso acostumbramos a llamarlo “ego”y derivados: egoísta, ególatra…
Puede existir una doble vida entre el que aparentemente es humilde hacia el exterior, pero interiormente solo cultiva su ego: “a mí me parece, yo lo vi primero, yo tengo la razón, a ver si se dan cuenta de una vez de que yo…”. Es una música de fondo que se convierte en ruido y que no nos permite escuchar la voz de los demás.
Ponte el termómetro`y mide la temperatura de tu humildad
Nos falta humildad intelectual:
- cuando, en una conversación familiar, no escuchamos los argumentos de las personas que más nos quieren.
- cuando no atendemos a los consejos de una persona mayor o de más experiencia.
- cuando un amigo te atribuye una nota menor de la que sacaste en un examen y te mueres por corregirle.
- cuando creemos que, de entrada, mi criterio es mejor que el de los demás.
- cuando nos formamos nuestro propio código moral y nos hacemos a nosotros mismos jueces máximos de nuestros actos.
La persona que no es humilde es engreída, suficiente, se basta a sí misma… Y se forma en su interior una espiral que, lógicamente, desemboca en el exterior. Lo resume San Agustín: non cogitare nisi de se, non loquere nisi de se, esto es, no pensar más que en uno mismo, no hablar más que de uno mismo.
Al final, el soberbio intelectual se queda solo. Y esa soledad es un infierno voluntariamente buscado.
Salir de la espiral para volver a ser humilde intelectualmente es, como todos los valores, cuestión de querer. Se puede recomenzar por algunos detalles importantes:
- pide opinión al compañero de trabajo.
- deja que otro sea el que destaque en el equipo.
- da paso a tus hijos para que crezcan en el negocio familiar, y permite que se equivoquen.
- no te molestes en borrar el rastro de tus errores, más bien ríete de ellos con los amigos.
- escucha con paciencia a los mayores cuando quieran transmitirte sus experiencias.
- subraya ante los demás (y de corazón) el logro de un colega.
- comprende a la mamá o al papá que presume de lo que hace su niño, que es compañero de escuela del tuyo.
Humildad implica poner de rodillas la inteligencia, pero eso no significa empequeñecerla, al contrario, el humilde la activa para saber ser empático y entrar en el corazón de los demás.
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