Es callada, y todo lo transformaEl Espíritu me cambia por dentro. Le pido que venga: “Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra”. Quiero llenarme de su alegría y de su paz. Quiero que me cambie por dentro y me consuele.
Los discípulos se llenan de alegría al ver a Jesús: “Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: – Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo”.
Ellos se llenaron de paz. Les cambió el corazón por dentro. Fueron enviados en la fuerza del Espíritu. Enviados con la noticia en el alma de un amor que lo cambia todo.
Imploro el Espíritu Santo para mí. Y me envía a anunciar la noticia de su presencia. De su amor inmenso.
Me cuesta creer en la fuerza que tiene el Espíritu Santo. Cuando me dejo hacer, cuando me hago niño. Me cuesta creer de verdad en su amor que todo lo cambia.
“El Espíritu es una fuerza silenciosa. Libre como el viento. Sopla de forma imprevisible. Si no lo ahuyentamos su fuerza abrasa el mundo”[1]. Una fuerza que abrasa, que abraza, que arrastra.
No acabo de creer en su poder silencioso. Creo más en lo que veo y toco. No en esa presencia silenciosa y amiga.
Necesito un Pentecostés en mi alma. Una fuerza callada que todo lo transforme. Necesito su sabiduría para hablar el idioma de los hombres. Su ánimo para creer en el poder de mis gestos. Su fuego para amar con un amor más maduro.
Necesito que el Espíritu venga sobre mí. Y todo lo cambie.
A menudo no veo su mano salvadora.
Quiero el don de la sabiduría, para distinguir lo que Dios quiere que haga a cada paso. Quiero el don del consuelo, para sentirme consolado y saber yo consolar.
Quiero el don de la alegría, para que ninguna tristeza turbe nunca mi ánimo. Me gustan las personas que saben reírse de sí mismas, de la vida, de los contratiempos del camino. Las personas de mirada transparente y firme. Aquellas que saben lo que quieren. Y están abiertas a la vida. Y no temen.
El Espíritu sopla donde quiere. Y necesita que yo tenga un corazón dócil y maleable. No quiero volverme rígido. No deseo vivir atado a mis moldes. Encadenado en mis formas.
La libertad del Espíritu rompe mis manías y torpezas. Disipa la pobreza de mi vida y me hace más de Dios. Más suyo en su silencio. Más niño para obedecer sus más leves deseos.
Quiero la fuerza del Espíritu que me hace cantar por las mañanas. Y reír cuando no tengo motivos. Quiero ese Espíritu que acaba con mi frialdad y me hace mirar con un fuego que me viene de dentro, de lo más hondo de mi alma. Donde vive Dios y me habita.
[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75