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«¿Se puede retirar un sacramento?»

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Jeffrey Bruno

Aleteia Francés - publicado el 29/04/18

Aunque la cuestión parezca brutal, incluso impropia, es inevitable constatar que muchos se la plantean, a veces ayudados por la actualidad

Cuando la Iglesia celebra un sacramento, considera, a través de la autoridad que ha recibido de Cristo, que la gracia de Dios se da en una forma de objetividad (luego, por supuesto, todavía tenemos que aceptar y hacer que esta gracia dé fruto).

Sin embargo, si se plantea la cuestión de nuestra infidelidad a esta gracia recibida, podemos cuestionar también la retirada “objetiva” de la gracia por esta misma autoridad de la Iglesia: ¿es esto posible?

En otras palabras, la Iglesia da gracia a través de los sacramentos, pero ¿puede retirarlos, y en qué circunstancias?

Tomemos dos ejemplos sintomáticos de estas preguntas (aunque valdría la pena detenerse también en el bautismo): el matrimonio y el sacramento del orden.

El matrimonio en cuestión

El sacramento del matrimonio es sin duda el más sintomático de estos cuestionamientos, sobre todo en los últimos tiempos, en los que se puede considerar que la vocación conyugal y familiar está particularmente en crisis: aunque la familia sigue siendo la unidad básica de la sociedad, es imposible no observar que atraviesa una profunda crisis cultural.

No obstante, una de las propiedades de este sacramento del matrimonio es que esta alianza sellada entre un hombre y una mujer es un vínculo que no puede ser disuelto por ellos y que permanece hasta que la muerte los separe.

Todo matrimonio implica esta perennidad y su indisolubilidad significa que el matrimonio no puede ser disuelto por la única voluntad de los cónyuges que decidirían juntos romper el vínculo conyugal.

El vínculo del sacramento del matrimonio ya no les pertenece, podría decirse: pertenece solo a Dios.

Aunque la fidelidad es un atributo de los mismos cónyuges (cada cónyuge es fiel), la indisolubilidad es un atributo del vínculo que les une: el matrimonio es indisoluble y ya no depende de la voluntad de los cónyuges.

En otras palabras, incluso aunque uno de los esposos sea infiel (o ambos), el vínculo que les une permanece sellado en el sacramento: a los ojos de Dios, nunca debería ser roto por los esposos.

Decir que la indisolubilidad es un atributo del vínculo significa que, aunque la comunidad de vida y de amor de la pareja desapareciera a través de la separación civil o del divorcio, el vínculo sacramental permanecería, porque viene de Dios y porque fue sellado en él.

Sin embargo, la cuestión de la nulidad del matrimonio a menudo sigue siendo malentendida, o a menudo se presenta de manera demasiado caricaturesca, como si se tratara de un divorcio católico.

Por ejemplo, es común escuchar el término “anulación del matrimonio”, como si el sacramento recibido pudiera ser anulado, lo cual aumenta la confusión.

Pero digámoslo claramente: en la Iglesia no hay “anulación”, sino “reconocimiento de la invalidez o nulidad del matrimonio”.

Sí, la Iglesia toma en serio a los hombres y a las mujeres en su capacidad de comprometerse: ¿fueron capaces de hacer algo lo suficientemente maduro y libre para que su “sí” mutuo no solo fuera sincero, sino verdadero?

Cuando los jueces eclesiásticos, en los provisoratos (tribunales eclesiásticos), se plantean esta pregunta, lo hacen con la preocupación de acompañar a las personas en la búsqueda de la verdad, para sacar a la luz aquello que han vivido.

No se “cancela” un sacramento a posteriori; sino que, de hecho,  se reconoce que nunca existió, lo cual es totalmente diferente.

Este “procedimiento”, por lo tanto, tiene por objeto declarar si un matrimonio pudo o no haberse celebrado.

Y la Iglesia declara si un matrimonio es válido, no primero a los ojos de los hombres, sino a los ojos de Dios. ¿Este acto sacramental fue verdadero y se realizó debidamente; fue válido este matrimonio?

¿Quién puede cuestionar esta capacidad de compromiso, releer la historia de una pareja y tratar de discernir con ello lo que es sincero y lo que es verdadero, si no la autoridad de la Iglesia, a través de la autoridad que le ha conferido Cristo?

Sin embargo, la Iglesia no solo tiene la autoridad para reconocer la invalidez de un matrimonio.

También puede permitir que los cónyuges dejen de vivir juntos cuando esta vida en común, por razones graves, se vuelve imposible: esto se llama separación conyugal, en la que permanece el vínculo conyugal y los cónyuges quedan vinculados por la obligación de fidelidad al cónyuge separado.

¿Quizás esta es una manera de considerar que estamos liberados de este sacramento? No del todo, ya que la obligación de la fidelidad permanece.

¿Y el sacerdocio?

En cuanto al sacerdocio (o incluso la vida consagrada, con la que habría analogías que hacer), la cuestión no se plantea de la misma manera y esto, sin duda, suscita aún más preguntas: ¿qué hace la Iglesia cuando “levanta” el sacramento del orden?

De la misma manera que el sacramento del matrimonio, cuando el sacramento del orden es dado, queda dado.

Aunque puede haber también un procedimiento para el reconocimiento de la invalidez de la ordenación, la pregunta es menos frecuente y más compleja; no me detendré en este punto.

La llamada de Dios precede a la consagración y la ordenación. Pero esta llamada pasa por la mediación de la Iglesia, institucionalizada, entre otros, en la persona del obispo que ordena.

Por lo tanto, ser ordenado (e incluso consagrado/a en un instituto) no es simplemente comprometerse uno mismo con tal o cual cosa, sino que ser ordenado, como bien lo ha explicado el padre jesuita Albert Chapelle, es también confiar la fidelidad y el compromiso a esta mediación, como en el matrimonio: mi compromiso ya no me pertenece, sino que se pone en manos de la Iglesia y de su autoridad.

Así, “se otorga a los superiores, en cuyas manos (se compromete), el cuidado y la preocupación de determinar su fidelidad y de inscribir en ella la necesaria misericordia de Dios”.

Dicho de otra forma, el sacramento del orden, como la vida consagrada, es siempre perpetuo, porque quien se compromete “ha renunciado para siempre a su (propio) discernimiento personal más íntimo”.

En el sacramento del orden, por tanto, la cuestión no es tanto saber si se puede retirar este sacramento –no porque es dado de una vez por todas–, sino quién lo retira y de qué manera: ¿de qué obligaciones del sacramento puede relevarse al ordenado?  Y no del sacramento en sí…

Y sobre este punto, es obvio: nadie puede relevarse a sí mismo de un sacramento.

De manera análoga, podríamos decir, es precisamente por esta razón que los esposos se dirigen también a la autoridad de la Iglesia, que les autoriza a dejar de perseguir la vida común –una de las obligaciones del sacramento–  pero no a ser liberados del sacramento mismo, como hemos explicado antes.

Sin embargo, aún queda una pregunta: ¿dónde permanece la fidelidad en este caso?

La primera de las fidelidades no es la del hombre, sino la de Dios mismo, que se comprometió por su gracia.

Al plantear un acto de misericordia que es una obligación ligada a un sacramento, la Iglesia no comete un acto de infidelidad; no está “anulando” este sacramento en el sentido de borrar el compromiso hecho previamente.

Al contrario, plantea otro acto de fidelidad, como un incremento de fidelidad: ¡el de la misericordia de Dios!

Relevar de ciertas obligaciones de un sacramento puede, en algunos casos, resultar “una necesidad y, en última instancia, un bien, siempre que este bien se perciba como un acto de bondad y misericordia”.

Ciertamente, esto puede parecer paradójico a primera vista, pero hay que decir que la primera de las fidelidades es, de hecho, esta entrega de uno mismo a la autoridad de la Iglesia y la renuncia al propio juicio, puesto que su libertad se ha puesto, para siempre, en manos de la Iglesia que ha recibido el compromiso (nótese que lo mismo puede decirse del matrimonio…).

Por eso, la cuestión de la “recepción” por parte de la autoridad de un compromiso será siempre una cuestión esencial, porque esta recepción preserva de lo arbitrario, del juicio personal, con vistas a una mayor objetividad: ya sea en su compromiso o en la necesaria petición de misericordia en caso de dificultades importantes.

Soy consciente de que la analogía con el matrimonio tiene sus límites: en efecto, un sacerdote liberado del celibato ligado al sacramento del orden puede recibir permiso para casarse, mientras que los cónyuges relevados de la obligación de vivir juntos no pueden atarse a otra persona.

Pero esto se debe a la diferencia de naturaleza entre estas dos obligaciones: en el matrimonio, la vida conyugal con otra persona es por esencia contraria a las obligaciones del matrimonio; mientras que el matrimonio no es antinómico al sacramento del orden, aunque en su praxis la Iglesia latina no lo permita.

Así que un sacerdote que abandona las órdenes, como quien dice, ¡no las deja! Está “solamente” liberado de las obligaciones de su ministerio –de las que el celibato puede formar parte– al tiempo que se le prohíbe realizar los actos relativos al ministerio sacerdotal.

Un acto de la misericordia de Dios por la misericordia de la Iglesia

Dispensar de ciertas obligaciones de un sacramento está, por tanto, arraigado en la autoridad de la Iglesia, capaz de traducir la misericordia de Dios en un acto de autoridad como lo es la “dispensa” de ciertas obligaciones; y es análogamente a su poder sacramental que confiere gracia o concede perdón.

En todo compromiso, en cada sacramento, es en la fidelidad de la Iglesia al Señor donde uno se compromete y extrae su propia fidelidad: si bien es ante todo la voluntad personal la que se compromete, se pide también a la Iglesia que se comprometa.

Me gusta especialmente esta conclusión del padre Chapelle: gracias a su autoridad, la Iglesia puede abrir otro camino de fidelidad.

Por tanto, es cierto creer y decir que cuando la Iglesia releva a alguien de (su compromiso), hace un acto de gracia que ofrece a quien es exonerado una nueva fidelidad: 1) a condición de percibir que este gesto es un acto de misericordia y, por tanto, de humilde perdón, concedido tanto como recibido; 2) a condición también de penetrar más profundamente en el Corazón de Cristo, fuente de toda fidelidad misericordiosa; es decir, es conveniente medir el precio del Cuerpo entregado y de la Sangre derramada”.

Y ahí, sin duda, todavía queda camino por recorrer, pues la humildad del que quiere ser dispensado, así como la medida de la vida de Cristo entregada por el pecador, son, para cada uno de nosotros, como la piedra angular para comprender esta misericordia de la Iglesia.

  • Tomo prestada esta cuestión del padre Albert CHAPELLE, que tituló su artículo: “Que fait l’Église quand elle délie les vœux ?”, en Vie Consacrée, n°45, 1973, pp. 349-350, y me inspiro aquí en su artículo para hacer la analogía de su razonamiento para el sacramento del orden.
  • CHAPELLE (Albert), “Que fait l’Église…”, art. cit., p.349.
  • Ibidem.
  • Ibidem.
  • CHAPELLE (Albert), “Que fait l’Église …” , art. cit., p.350.
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