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Cómo valer más y lograr más

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 29/04/18

¡Cuántas veces comienzo el día sin Dios! Enfrento dificultades y tensiones de la vida sin contar con Él. Decido sin preguntarle

Hoy Jesús me pide que permanezca unido a Él como el sarmiento permanece unido a la vid:

“A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Permaneced en mí, Yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y Yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca”.

Me queda claro. Si no permanezco en Cristo no doy fruto. Si no estoy unido a Él en lo importante, no tengo vida en abundancia.

Me quedo pensando. ¡Cuántas veces comienzo el día sin Él! Enfrento dificultades y tensiones de la vida sin contar con Él. Decido sin preguntarle.

Y cuando no está Él en lo cotidiano, me acabo secando. El sarmiento de mi vida tiene que estar unido a la vid. A menudo no descanso en Dios. No permanezco en Él.

El padre José Kentenich habla de “la virtud moral que hace al ser humano capaz de apreciarse a sí mismo como de escasa valía si está separado de Dios, pero muy valioso si está unido a Él”[1].

Valgo más unido a Dios. Valgo menos si estoy separado.

Pienso en el poder de mis manos. En la fuerza sanadora de mis palabras. En el poder de una motivación que enciende el alma. Todo eso unido a Dios tiene más fuerza, más poder, hace milagros.

Pero cuando hago lo mismo separado de Él, no doy fruto. No hay hondura en mi vida. Falta Dios. Es cierto que estoy apegado al mundo y me fijo más en los talentos humanos. Los mismos que aprecia el mundo en mí. La forma de comunicar, de contagiar, de encender. Las palabras, los gestos. Todo muy humano.

Separado de Dios no doy fruto.

A veces corro el riesgo de verlo todo con ojos demasiado humanos. Me gusta leer lo que en hechos de los apóstoles dice san Pablo contando la historia del pueblo de Israel y hablando de David: «Les dio por rey a David, de quien dijo estas hermosas palabras: – He encontrado en David, hijo de Jesé, un hombre según mi corazón. Él cumplirá en todo mi voluntad”.

Me dio luz esa expresión. Un hombre según el corazón de Dios. Un hombre a la medida de Dios. ¿Cómo es mi corazón? ¿Es como el corazón de Dios? ¿Estoy hecho a su imagen?

A veces creo que mi corazón está hecho a imagen del mundo. De acuerdo a las necesidades del mundo. Y por eso valoro los mismos talentos que el mundo valora. Busco estar conectado con la voz del mundo. Lo que pasa en el mundo.

Es verdad que ahí me habla Dios también. Eso lo tengo claro. Me habla a través de las circunstancias de mi vida. Está escondido bajo la apariencia humana.

Pero los criterios de Dios son otros. Aunque yo quiera aplicar criterios humanos a todo lo que hago y sueño.

Quiero tener un alma enamorada de Dios. Porque el amor asemeja. Y si amo a Dios Él me irá asemejando a su corazón.

El otro día leía: “El alma contemplativa que ha aprendido el lenguaje del Esposo se parece a una mujer enamorada que se sabe intensamente amada y que espera reunirse de nuevo con su amado por la noche. A lo largo del día, aun sin encontrarlo a él, ve por todas partes señales de su presencia. Le siente en todas partes, ve signos no sólo de su presencia, sino de la atención que él le presta y le parece que él no deja de hablarla, aunque no le vea. Va preparándola en silencio para el encuentro de esa noche, cuando por fin puedan hablar. Está ahí como un perfume, presente en todas partes, aunque no se pueda saber de dónde viene”[2].

Así quisiera vivir cada día. Buscando el perfume de la presencia de Dios. Buscando ese amor que me busca y acompaña en silencio aunque yo no lo vea como veo a los hombres.

Lo siento presente en ellos, en lo que me sucede, en todo. Sé que vivir atado a la vida de Dios supone beber de una fuente que no se agota. Aunque mi alma me siga diciendo que no basta, que no es suficiente. Que necesita más para calmar la sed más honda.

Hay un dicho en latín que expresa esa sed que sufro: “Nunquam satis”. Nunca es bastante. El anhelo que tengo de Dios es infinito. La sed de un agua que no me deje insatisfecho como me pasa cuando bebo de las cosas que me ofrece el mundo.

Quiero vivir unido a Dios, a Cristo, a María. Sólo sucede cuando invierto tiempo para estar con Él. A su lado, en su presencia. Cuando aprendo a beber de su corazón. A respirar en su atmósfera. A pensar como piensa Dios. A amar como Él me ama.

No sé si estoy siempre unido a su vida. Más bien creo que no siempre. Pero tengo claro que cuando empiezo a pensar sólo en mis planes, en mis formas, en mis métodos, me seco.

Y me olvido de su amor que me desborda. De su poder en mí. Ese poder que supera todas mis capacidades. Que hace que tenga luz todo lo que tiene oscuridad.

Dios multiplica mis panes y mis peces. Hace fecunda mi vida cuando yo sólo me dedico a sembrar semillas. El sarmiento lejos de la vid se muere. Como yo lejos de Dios.

La oración no es obligación. Nunca lo puede ser. Es más bien una necesidad. Un diálogo de amor que me llena.

Cuando no rezo me seco. Cuando no rezo pierdo la paciencia con facilidad. Cuando no rezo estoy inquieto y tenso. Pierdo la paz. Cuando no rezo creo que soy yo solo el que mueve el mundo con mis manos.

[1] J. Kentenich, Hacia la cima

[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75

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