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Al pueblo rohinya ya solo se les defiende con los medios de comunicación

ROHINGYA
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Jorge Martínez Lucena - publicado el 16/04/18
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Un reportaje de Reuters ilustrando una matanza ha llevado a sus autores a la cárcelToda situación es susceptible de empeorar. Aunque parezca mentira, la de los rohinya también. Los peligros del monzón acechan con sus lluvias. La inundación será un hecho en pocos meses en los campos de refugiados. Perderán sus casuchas o sus tiendas con todo su contenido. Habrá muerte y enfermedad, con “el consiguiente riesgo de epidemias como el sarampión y difteria”, según nos informa Igor G. Barbero, portavoz de Médicos Sin Fronteras.

Los intentos diplomáticos no parecen dar fruto. Ni tan siquiera se avista una solución razonable. El gobierno de Myanmar dice estar dispuesto a aceptarlos de nuevo. Aunque solo a aquellos que puedan demostrar que residían allí –cosa realmente difícil cuando no hay registros y todo ha sido quemado. En cualquier caso, de ser readmitidos, se los pondría a malvivir en campos de concentración.

Por otro lado, Bangladesh y las ONG a duras penas dan abasto para subvenir las mínimas necesidades de los refugiados. Los países ricos en los que tradicionalmente se habían dado reasentamientos de población rohinya –Estados Unidos, Australia o Canadá- tienen ahora otras prioridades, como Siria. En suma, nadie está dispuesto a darles más que la ayuda humanitaria.

Sin embargo, lo peor que les podría pasar a los rohinya sería desaparecer del foco mediático. Su gran peligro es el olvido: quedarían a merced del genocidio. Son apátridas y, pese al despliegue realizado en la acogida por parte de Bangladesh –que empieza a dar signos de cansancio-, se encuentran cercados en una de las regiones más pobres del planeta, en un país con más de 160 millones de habitantes. La densidad de población bangladesí es la séptima del planeta. Por delante solo tiene estados diminutos como Mónaco, Singapur, Hong Kong, Malta, Bahréin o Islas Maldivas.

La situación y la historia de los rohinya en los últimos 35 años es la de un pueblo masacrado y perseguido. Desde que en 1982 una ley les negó la condición de ciudadanos en Myanmar, son comunes sus éxodos a países vecinos debidos a agresiones de la población o del ejército. En 1988, 1991, 2012 o 2014 se han producido diásporas de esta etnia de mayoría musulmana. A finales de septiembre de 2017 sucedió la última, con unas dimensiones y una velocidad sin parangón hasta el momento.

Todo comenzó con una escaramuza de una milicia rohinya, a la que el ejército birmano respondió desproporcionadamente, provocando la súbita huida de casi 700.000 personas. Con esto, la población de dicha etnia en campos de Bangladesh ha llegado a 900.000 personas. Según un recuento retrospectivo encargado por MSF, son más de 6.000 los desaparecidos entre las familias que han llegado a los campos de refugiados.

Las causas de este intento de limpieza étnica, tildado por Human Rights Watch de crimen contra la humanidad, son muchas y seguramente funcionan según una aleación compleja de descifrar, de origen colonial.

Por un lado, la población birmana, mayoritariamente budista, tiende a querer mal a los rohinya, considerándolos inmigrantes bangladesís. Temen que les pase como a Indonesia o a Malasia, donde la demografía religiosa ha virado en poco tiempo hacia el Islam.

Por el otro, parece que también el capitalismo y la apertura a los mercados del capital global tienen su vela en este masivo entierro. Según la socióloga Saskia Sassen, uno de los motivos fundamentales por los que se están poniendo tantos medios para eliminar a los rohinya es la propiedad de sus tierras. Entre 2012 y 2013 más de un millón de hectáreas fueron vendidas a capital extranjero en la antigua Birmania.

Todas las poblaciones rohinyas, tras la huida de sus moradores, son sistemáticamente calcinadas. Con ello, la gestión de los terrenos pasa al estado de Myanmar, que los vende a capital extranjero, fundamentalmente chino y ruso. Curiosamente, como nos informa Clara Garcés, investigadora del CIDOB de Barcelona (España), “los países que han bloqueado resoluciones de condena de lo sucedido en Myanmar por parte de la ONU, son China y Rusia, desde el Consejo de Seguridad”.

Mientras se buscan soluciones, la mejor arma a favor de los rohinya, desterrados y desheredados, son las luces y los taquígrafos, son las historias de las víctimas. Estas no solo difunden sus tragedias sino también su humanidad distinta y sufriente.

Los medios y el periodismo pueden así jugar un papel de observadores y de vigilantes de la justicia en el mundo, pero también de defensa pro-activa de los más débiles y necesitados. Porque mientras la opinión pública los tenga ante sus ojos no podrán ser exterminados.

En esta línea funciona el reportaje “Después de la masacre. Supervivientes de los asesinatos de Myanmar cuentan su historia”. Nos cuenta, a través de fotografías y textos muy cortos, cómo dos fotografías de la agencia de noticias Reuters permitieron confirmar la muerte de sus seres queridos a los familiares de diez desaparecidos de la masacre de Inn Din.

Amina Khatin, de 40 años, recuerda la última mirada que intercambió con su marido, Abdul Majid, cerca de Inn Din, antes de que los soldados se lo llevaran. “Miraba muy asustado y cansado”. Y seguía: “No sé por qué fue escogido”. Ella y sus ocho hijos se sumaron al gran éxodo hacia Bangladesh. “No sabíamos hacia dónde ir. Solo seguimos a los demás. Pensé que mi marido lo hubiese hecho así.”

Confirmó el brutal asesinato de su marido cuando unos parientes le mostraron unas fotos en el campo de Thankhali. Vio el cuerpo sin vida de su marido en una fosa común junto a otros 9 hombres. “Vi que había sido degollado”.

Hasna Khatun, de 35 años, mujer de Dil Mohammed, otra de las víctimas de la matanza, tuvo que caminar durante 5 días con sus seis hijos hasta el campo de Balukhali. En la playa de Na Khang To, donde los rohinya embarcan hacia Bangladesh, le dio al barquero dos pendientes a modo de pago por el pasaje. Este le contestó que eso era suficiente para pagar el transporte de sus cinco hijos menores, pero no el de su hijo mayor, Sultan Ahmed. “Por favor, él lo es todo para mí”, le dijo ella. Por suerte, el barquero cedió.

Y, en este tono, hasta diez historias ilustradas. Una detrás de otra. Por su causa dos reporteros de REUTERS fueron encarcelados en Yangon. Afrontan posibles acusaciones de violación de la Ley de Secretos Oficiales en Myanmar, un país sin garantías democráticas. De nuevo el periodismo se muestra en su versión más sacrificada e interesante, cuando se convierte en la última línea del frente en la lucha cuerpo a cuerpo en pro del bien común y los derechos humanos.

 

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