Esta frase del Ave María es humilde pero muy poderosa
En la oración por excelencia a la Virgen, el Ave María, la frase final dice: “ruega por nosotros, que somos pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Esta frase, si uno reza el rosario a diario, la repite al menos 50 veces.
¿Por qué tanta insistencia? Sólo puede ser una razón: porque la Iglesia reconoce que, en la hora de la muerte, la intercesión de la Virgen es muy necesaria y extremadamente eficaz.
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Para comprender esta necesidad, hay que tener presente que la hora de la propia muerte es la más decisiva y difícil de todas. Es la hora del combate supremo. Una buena muerte puede reparar los errores de toda una vida, y alcanzar la misericordia divina.
El ejemplo del buen ladrón del evangelio: Su vida estaba manchada por varios crímenes, que le llevaron a merecer ser ajusticiado. Pero poco antes de morir, se arrepintió, fue perdonado, y recibió la seguridad del mismo Cristo de que ese mismo día estaría con Él en el Paraíso.
Sin embargo, también puede suceder al contrario: en el último instante de la vida, uno puede dar la espalda a Dios, y aun cuando llevara una vida virtuosa, podría en el momento supremo renegar de todo ello y comprometer su salvación eterna.
El momento de la agonía
Las historias de los santos, san Francisco de Asís, san Andrés Avelino y tantos otros, muestran que el momento de la muerte es también el momento de la lucha espiritual más fuerte.
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No es casualidad que muchos moribundos llamen a su madre biológica en esos duros momentos, como buscando un consuelo maternal, incluso aunque esta ya haya muerto.
La Iglesia, consciente de la gravedad de ese momento en la vida de un cristiano, dispone ayudas espirituales importantes, como el sacramento de la Unción de los Enfermos.
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Y propone también acudir al auxilio de la Virgen María: Santa María, ruega por nosotros en la hora de nuestra muerte.
Para los cristianos, poder invocar a María en esos momentos es un consuelo a la vez humano y espiritual muy profundo. Su intercesión es poderosa en el momento de las tinieblas, y Ella es capaz de enternecer el corazón más duro y de lograr una verdadera conversión.
Esta creencia ha sido constante en los grandes santos y padres de la Iglesia.
“Cuando llega la última hora de un devoto de Nuestra Señora -dice san Buenaventura-, esta buena Madre le envía los espíritus angélicos que están a sus órdenes, juntamente con san Miguel, su jefe. Y Ella, que es el flagelo del infierno – como dice san Juan Damasceno–, Ella que tiene, por misión, el odio a la serpiente infernal, le hace sentir, sobre todo cuando alguno de sus devotos abandona este mundo, todo su victorioso poder. Ella es para el demonio, en esta ocasión, terrible como un ejército en orden de batalla. Se vuelve contra él como esa torre de la que habla el Cantar de los Cantares, donde mil escudos están levantados con las armas de los más valientes”.
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“¡No, un servidor de María no puede perecer!”, declara san Bernardo.
“¡No, aquel por quien María se dignó rezar no puede ya tener dudas de su salvación y de su ida a la gloria del Cielo!”, dice san Agustín.
“¡No, aquel por quien María rezó una vez no perecerá! ¡No, quien reza piadosamente todos los días el Ave María no será abandonado en la última hora!”, exclama también san Anselmo.
Esta oración posee todas las cualidades capaces de volverse infaliblemente victoriosa.
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En primer lugar, ella es santa en su motivación. ¿Qué pedimos por ella? La perseverancia final “en la hora de nuestra muerte”.
Además, esta oración es humilde. Por ella confesamos a María Santísima nuestra miseria, revistiéndonos de un título que nos define muy bien: “pobres pecadores”.
Es también una oración confiante, pues nos dirigimos a la más poderosa intercesora que pueda haber, Aquella que es llamada de “Omnipotencia suplicante”, en vista de su santidad preeminente y de su dignidad incomparable de Madre de Dios: “Santa María, Madre de Dios”.
Esta oración es perseverante. ¿Qué oración puede ser más perseverante? Aunque, por suposición, sólo rezásemos un Ave María por día, ¿cuántas veces durante nuestra vida le habremos pedido que interceda por nosotros en la hora de la muerte?
¿Y cómo será si rezamos al menos un misterio del rosario? ¿Más aún si tenemos la costumbre de rezar diariamente un rosario entero? ¿Será posible que María Santísima, tan celosa de nuestra salvación, no nos escuche?
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Tomemos, pues, la resolución de rezar todos los días de nuestra vida, con una nueva fe, una nueva confianza y un nuevo cuidado, esta corta pero tan bella y eficaz oración, el Ave María:
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Seńor es contigo.
Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén.
Así obtendremos cada día aquellas gracias particulares que necesitamos y, sobre todo, la gracia necesaria al final de la vida, la mayor de ellas, la más importante de todas las gracias, la gracia de perseverar hasta el final.
(Adaptado de “L’Ami du Clergé” nº 39, de 23/9/1880)