Bergoglio y su respuesta a un mundo en deconstrucción
La deconstrucción es característica del mundo actual, así como en la década de los 60 fue la contracultura la que marcó tendencia. Aquellos años prodigiosos significaron cambios de paradigmas en todo sentido. La soberbia destructiva se constituía en una amenaza planetaria y se produjo una respuesta positiva. Allí renació la conciencia ecológica y el planteo de un crecimiento económico inclusivo. Poetas, ciudadanos, hippies y científicos coincidieron en cuestionar la vorágine destructiva del ilimitado crecimiento industrial. Los movimientos sociales y culturales surgieron en las orillas del sistema social, pero que tendieron históricamente a expandirse hasta convertirse en nuevos modos de vida. Distintos desafíos emergieron para iniciar un cambio cultural profundo.
Comenzó a manifestarse la sensibilidad ciudadana expresada en pro de la tolerancia y la legitimidad del otro, de la aceptación de las identidades y diversidades culturales y étnicas. Hay analistas que opinan que “los cambios que explosionaron en los años 60 fueron de tal envergadura cualitativa y paradigmática, de tal vigor cultural, que, haciendo una analogía histórica, más parecen signos de un nuevo Renacimiento”. Fue, ciertamente, un verdadero torbellino creativo que contrasta con lo que hoy se parece mucho a un agotamiento de la humanidad acerca de ella misma.
El tema ya preocupaba profundamente al papa Benedicto XVI y lo manifestaba en sus reflexiones sobre el relativismo y el peligro que implicaba la renuncia de Europa a sus raíces cristianas. También resuenan sus palabras condenando el uso del nombre de Dios para justificar matanzas de seres humanos. No es extraño, entonces, que allí aniden fenómenos como el terrorismo, la xenofobia, resurjan tendencias neonazis entre los jóvenes, retroceda la familia y la preocupación por el ambiente mientras proliferan las armas, la droga y la trata de personas.
La vida se deconstruye y el neo lenguaje refuerza el desarraigo y el caos. En el mundo del trabajo, se deconstruyen los derechos sociales. En la política, hecha para garantizar la vida sana de la polis, impera la manipulación. En los gobiernos, que deben procurar la felicidad de los pueblos, la corrupción y la sordera funcional. En materia moral, la vida parece valer cada vez menos. Lo adjetivo se impone a lo sustantivo y la deriva de la humanidad parece entonar el tango “Cambalache”. En este contexto confuso y banal apareció un Papa que llegó para “escandalizar” con su testimonio evangélico de cercanía, su focalización en los temas neurálgicos para la humanidad como el cuido de la “Casa Común”, la acogida para los desarraigados, la misericordia con los refugiados y la inclusión de los descartados, y su llamado a la Iglesia a convertirse en un “hospital de campaña”.
En un contexto deconstructivo, individualista y vano, donde no hay límites ni restricciones, es sencillo ceder a la tentación de la crítica y la satanización. Un Papa que llama a involucrarse en el trabajo político que edifique el bien común y que no tenga reparos en promover el debate, hacer frente a los conflictos o generar polémica, es obvio que no pasa por este mundo sin resistencias, incomprensiones o sin ser objeto de comentarios infundados, injustos y hasta equivocados. La deconstrucción está allí también.
Ya lo decía el cardenal Pietro Parolín: “Ante las críticas destructivas, no hay nada que hacer, son parte de la corona de espinas”. Hay, a nuestro juicio, dos tipos de embestidas que envuelven diversas motivaciones: la de quienes son refractarios a los cambios y la de quienes aspiran que el Papa les haga la plana. Diría que las primeras cunden en los sectores poderosos de países ricos; las segundas en nuestra sufrida Latinoamérica donde los extremismos deconstruyen más que los vicios y donde el pecado social reside en poner la ideología por encima de la persona.
Lo más rocambolesco del cúmulo de reacciones es la contradicción: unos quieren “apropiarse” de la figura de un Papa que encumbran todos los sondeos de opinión; otros demonizan sus prédicas y lo tildan de “comunista” porque no dice lo que quieren oí o no se reúne sólo con personalidades cuyo listado algunos cargan bajo el brazo. Pero todos están pendientes de cada gesto o palabra suya porque es un referente, más allá de los resquemores, las reservas y los análisis sesgados.
Por eso el Papa, que viene de este lado del mundo, ha reenfocado en Cristo. Tal y como lo explicaba Austin Ivereigh, el periodista británico fundador de Voces Católicas: “Poner a Cristo nuevamente en el centro significa no obsesionarse por preservar lo perdido, significa no depender del poder, la riqueza, el estatus, y significa una nueva proclamación centrada en el encuentro personal con Jesucristo”. La reforma más importante es, entonces la de los corazones.
En medio de una crisis de credibilidad en la Iglesia universal, se abrió camino a un cardenal venido “del fin de mundo”, de Latinoamérica, porque este continente es el futuro de la Iglesia universal. El papa Francisco ha revitalizado, ha abierto puertas y ventanas para que entre aire fresco y ha logrado hacer a la Iglesia atractiva, seductora, colocándola como referente mundial de autoridad moral.
Ya no hay cultura defensiva sino que se hace frente al secularismo, al relativismo, a los escándalos financieros y morales. El dogma y la doctrina están allí, pero el énfasis es en la misericordia.
Es comprensible que muchos se sientan desconcierto y encuentren dificultades para discernir lo que está pasando y procesar ese re-enfoque. Pero una cosa es segura: hay un cambio de época en la Iglesia a partir de este pontificado. Ya nada volverá a ser igual.