Por qué cumplir las normas y obedecer según el predicador de la Casa Pontificia
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Al delinear los rasgos, o las virtudes, que deben brillar en la vida de los renacidos por el Espíritu, después de haber hablado de la caridad y de la humildad, san Pablo, en el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, llega a hablar también de la obediencia:
“Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios” (Rom 13,1ss). (···)
El reino predicado por Cristo “no es de este mundo”, es decir, no es de naturaleza nacional y política. Por eso, puede vivir bajo cualquier régimen político, aceptando sus ventajas (como era la ciudadanía romana), pero, al mismo tiempo, también las leyes.
El problema, en definitiva, es resuelto en el sentido de la obediencia al estado.
La obediencia al estado es una consecuencia y un aspecto de una obediencia mucho más importante y comprensiva que el Apóstol llama “la obediencia al Evangelio” (cf. Rom 10,16).
La severa advertencia del Apóstol muestra que pagar los impuestos y, en general, realizar el propio deber hacia la sociedad no es sólo un deber civil, sino también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del amor al prójimo.
El estado no es una entidad abstracta; es la comunidad de personas que lo componen. Si yo no pago los impuestos, si mancho el ambiente, si transgredo las normas de tráfico, daño y muestro desprecio al prójimo.
En este punto nosotros italianos (y quizás no solo nosotros) deberíamos revisar y añadir algunas preguntas a nuestros exámenes de conciencia.
Todo esto es muy actual, pero no podemos limitar el discurso sobre la obediencia a este único aspecto de la obediencia al estado.
(···)
Debemos descubrir la obediencia “esencial”, de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles.
De hecho, hay una obediencia que afecta a todos —superiores y súbditos, religiosos y laicos—, que es la más importante de todas, que gobierna y vivifica todas las demás, y esta obediencia no es la obediencia de hombre a hombre, sino la obediencia del hombre a Dios. (···).
Una tela de araña
La obediencia a Dios es como “el hilo de lo alto” que sostiene la espléndida tela de araña colgada de un seto. Bajando de lo alto mediante el hilo que ella misma produce, la araña construye su tela, perfecta y tensa en cada esquina.
Sin embargo, ese hilo de lo alto que ha servido para construir la tela no se trunca una vez concluida la obra, sino que permanece. Más aún, es él, el que, desde el centro, sostiene todo el entramado; sin él todo se afloja.
Si se rompe uno de los hilos laterales (yo he hecho una vez la prueba), la araña acude y repara rápidamente su tela, pero apenas se corta ese hilo de lo alto se aleja: ya no hay nada que hacer.
Ocurre algo similar a propósito de la trama de las autoridades y de las obediencias en una sociedad, en una orden religiosa y en la Iglesia.
Cada uno de nosotros vive en una densa trama de dependencias: de las autoridades civiles, de las eclesiásticas; en estas últimas, del superior local, del obispo, de la Congregación del clero o de los religiosos, del Papa.
La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo está construido sobre él, pero no se puede olvidar ni siquiera después de que ha terminado la construcción. En caso contrario, todo se repliega sobre uno mismo y ya no se entiende por qué se debe obedecer.
Fragmento de la cuarta predicación de Cuaresma 2018 del padre Raniero Cantalamessa a la Curia Romana