¿Se han parado a pensar cómo se habrá sentido un adulto con síndrome de Down cuando haya leído este titular: ‘Casi el 100% de los bebés con Síndrome de Down son abortados’?
Según la ONG DOWN ESPAÑA, casi el 100% de las mujeres embarazadas de un hijo con síndrome de Down, abortan. Lamentablemente, no me sorprende. Pasado mañana, cuando tengamos implantado el test de detección prenatal del autismo –solo es un desagradable ejemplo– tardaremos poco en leer las mismas cifras. Estoy convencida de que si todavía nacen personas con autismo es porque los científicos aún no han logrado el diagnóstico prenatal. Y quien dice del autismo dice de la tendencia a la depresión. O a la cojera. O a desarrollar una enfermedad crónica que nos convierta en (¿cómo era?) parásitos del sistema. O a ser niño, si yo había pagado por una niña. Aunque esto último me parece que hace mucho que ha dejado de ser una triste distopía.
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¿Le parece una barbarie lo que estoy diciendo? Lo es, sin duda. Qué desagradable les debe estar resultando a los agotados padres de un hijo con autismo severo al que adoran con toda su alma, lo que acabo de escribir. Y qué profunda tristeza y desazón para el interpelado. ¿Se lo imagina? ¿Cómo se sentiría una persona con autismo que se desayunara con un titular que dijera “Casi el 100% de las mujeres embarazadas de un hijo con probabilidades de sufrir autismo, abortan”? No andamos tan lejos. Esa es la deriva. ¿Se han parado a pensar cómo se habrá sentido un adulto con síndrome de Down cuando haya leído ese titular? (Sí, amigo, las personas con síndrome de Down manejan la tablet con la misma alegría que usted, le informo). No estoy pidiendo que se silencie el dato. Solo estoy diciendo que, por un momento, se pongan en su lugar. ¿Cómo se sentirían? Fabule por un momento y piense en un futuro no tan lejano donde con un simple test prenatal se pudiera predecir cualquier probable síndrome, enfermedad, trastorno, deterioro, miseria, circunstancia, anécdota, y borrarla del mapa. Imagíneselo con fuerza, porque hacia allá vamos, de cabeza, como el ser humano siga esta deriva de infantilismo, individualismo exacerbado, flojera moral y ridícula soberbia.
O simple ignorancia.
O puro miedo.
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Siempre la misma cantinela sobre la infelicidad. La misma cantinela sobre el sufrimiento. Siempre el mismo -y humano, y comprensible- miedo. El vértigo que nos invade porque quizá, de pronto, sin avisar, en una ecografía, en la lectura de un cribado cromosómico, se nos ha acabado lo que -ingenuos- pensábamos que era la vida. El pánico al sufrimiento –el nuestro, digo– disfrazado de falsa compasión hacia el hijo, que lo único que pide y necesita es ser amado. Da igual que existan estudios que demuestren que las personas con autismo (sí, los que en teoría no pueden comunicarse) tienen el profundo deseo de ayudar a los demás y de estar rodeados de personas, y que, con los apoyos oportunos, reducen los niveles de ansiedad, las visitas al médico, las crisis y también la cantidad de medicamentos que toman. Da igual. La cantinela de la infelicidad dirá que mejor evitarles tanto dolor –el nuestro, digo–, y aquí paz y después gloria. Qué más da que un día pudieran llegar a apellidarse Kafka, Beethoven, Thoreau, Van Gogh, Twain, Joyce, Einstein o Gates.
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Da igual que existan personas con síndrome de Down que se empeñen en asegurarnos que son felices, que la vida es bella, que no están enfermos a no ser que tengan gripe o el colesterol alto; que con el mínimo apoyo son perfectamente capaces de trabajar y que, si los conocieran bien, sabrían que aportan bastante más a la sociedad que todo lo que la sociedad les pueda aportar a ellos. (Desde luego, mucho más que lo que puede aportar una persona cromosómicamente impecable que se dedique a malversar dinero público, traficar con personas, armas o drogas, elegir la estafa como modo de vida o violar jovencitas y tirarlas a pozos). Da igual. El dato es incontestable: casi el 100% de abortos, y subiendo. Aunque sigo pensando que los de la estadística se han olvidado de un significativo –confío– porcentaje de madres que lo único que querrían es llenar a sus hijos de besos aunque les dieran la terrible noticia de que algún día llevarán el mismísimo flequillo de Anna Gabriel.
Y si usted se suma a la estadística, le digo: tenga el valor. Párelo en la calle. Mírele a los ojos y pregúntele si es infeliz. Si sufre tanto que preferiría que no lo hubieran parido. Si siente que sufre más que cualquier otro ser humano de impecable genética. Pregúnteselo. Si le resulta tan insoportable y tediosa la vida que preferiría tomarse una sobredosis de barbitúricos antes que vivir el día de mañana. A ver qué le responde. Y, si su discapacidad es tan profunda que ni siquiera puede hablar, mírele a los ojos y dígame si en lo más hondo de su mirada no encuentra, como Dante al contemplar al fin al Creador en el Paraíso, el reflejo de su propio rostro.
Este artículo de Mar Velasco fue originalmente publicado en el blog Mujeres teníamos que ser