Recorre el Viacrucis de Jesús con los Grandes Maestros. Esta es la segunda de 12 meditaciones que te guiarán durante la Cuaresma.
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La narrativa de la pintura de hoy es simple y, al mismo tiempo, tiene un significado revolucionario. El Evangelio de Juan dice: “[Jesús] se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos”. Claramente, Jesús emplea medios cotidianos y sencillos para expresar Su amor extraordinario y magnífico.
El amor hacia este tema en el arte quedó magistralmente expresado por el pintor italiano Tintoretto (1548-49). Nacido Jacopo Comin, Tintoretto recibió este apodo, el de ‘pequeño tintorero’, a causa de la profesión de su padre, que era tintorero (tintore en italiano). Al percatarse de la manera en que su hijo pintarrajeaba las paredes de la tintorería, su padre lo envió como aprendiz al estudio de Tiziano. Sin embargo, cosas del destino, Tiziano envió al jovenzuelo a su casa a los 10 días, según parece por envidia ante sus extraordinarias habilidades.
Estas habilidades espectaculares quedaron manifiestas en la mayoría de sus pinturas con una energía fenomenal que le ganó el sobrenombre de ‘Il Furioso’. Tintoretto imitaba el estilo musculoso de la escuela de arte manierista, al tiempo que emulaba el color y la luz de la escuela veneciana. Con esta noble concepción colocó sobre su estudio una placa que leía: “Il disegno di Michelangelo et il colorito di Tiziano” (El diseño de Miguel Ángel y el colorido de Tiziano).
Tintoretto escenificaba su narración como un director de teatro. Empleaba claros y oscuros, escorzando para transformar escenas religiosas en cautivadoras representaciones. El espíritu de la Contrarreforma reverberó a través de sus obras de arte. Una de estas obras es El Lavatorio. Pintada entre 1548-49 para la iglesia de San Marcos en Venecia, actualmente se expone en el Museo del Prado, en Madrid, España.
Tintoretto aborda la narración de forma práctica. El lavatorio de los pies de los discípulos probablemente durara unos 40 minutos. Por tanto, no pinta a los sujetos en solemne silencio. La escena se presenta en un salón renacentista con una solería de rejilla lineal. A medida que se unen color y perspectiva, el punto de fuga de la pintura se funde con el paisaje de edificios palaciegos blancos. Inspirados por las ilustraciones de Sebastiano Serlio, los edificios bordean un canal con botes que navegan por él. La serena arquitectura veneciana invoca una atmósfera de ensueño. Todo parece en calma afuera, en completo contraste con el ajetreo interior.
A primera vista, el espectador moderno quizás tuviera que pasear por la imagen para descubrir al protagonista. Cristo aparece en la esquina inferior derecha del lienzo explicando a Pedro el significado de ese momento. El joven Juan ayuda con docilidad a su Maestro sosteniendo el aguamanil y la toalla.
Juan aparece como humilde testigo de Cristo, que expresa Su amor divino no por la abstracción de las palabras, sino por el acto puro de sus obras. Esta acción resuena en el segundo episodio más importante del día, es decir, la Última Cena, que se observa en el fondo, en una habitación más allá del portal.
La mayor parte del lienzo la ocupa una mesa de madera rectangular espontáneamente cubierta con un paño blanco arrugado. Los discípulos con los pies ya lavados se preparan para la comida, algunos charlando, otros perdidos en su casual contemplación. A la derecha de la mesa vemos a un apóstol con túnica verde colocándose su media con el pie apoyado en el banco.
De apariencia absurda es la representación de un apóstol ayudando a otro a quitarse sus medias. Este detalle cómico persigue una representación natural y no idealizada del tema. En el extremo izquierdo aparece otro apóstol alzándose sus sandalias con ayuda de un taburete. Sus gestos sugieren una contemplación seria, sin atención ninguna a la escena de fondo, típica más bien del Gordo y el Flaco.
La composición es, sin duda, descentrada, con el episodio central colocado en el lateral. Pero esto fue un movimiento genial también, ya que el emplazamiento original del lienzo estaba en el muro derecho de una sala alargada. De este modo, el espectador observaría primero en su llegada natural a Cristo, en la derecha. Gracias a la solería enlosada con formas geométricas, la perspectiva atmosférica y el extraordinario escorzo, el espectador es atraído hacia un teatro animado con un sensacional sentido de profundidad espacial.
Curiosamente, en medio de este alboroto humano, aparece sentado un perro con leal tranquilidad, una fidelidad en riesgo en esta grave hora. El perro mira al viejo Pedro, que poco después negaría a Cristo tres veces. En el fondo hay una figura envuelta en sombras, apoyada en equilibrio contra un pilar. Está inquieto y con el corazón en conflicto. Aislado del resto, parece perdido jugueteando con el tintineo del interior de su bolsillo.
Apenas podría imaginarse el encuentro entre este hombre y Aquel a quien acaba de vender a la muerte. Cuando Cristo le lavaba los pies, ¿se avergonzó de ser un canalla? ¿Conjeturó que Cristo ya sabía lo que él sabía sobre el plan de Getsemaní? ¿O simplemente ninguneó a Su Maestro al pronunciar aquellas palabras vacías, “¿Seré yo, Maestro?”?
Aunque la traición anidaba en el corazón de Judas, el amor que Jesús sentía por él no vaciló. Lavó los pies de todos Sus discípulos, incluyendo los de quienes habrían de traicionarle: Pedro, que Le negaría, y Judas, que Le había vendido. Aquella noche, Jesús rechazó el trono por una toalla, ya que quería establecer un ejemplo de amor servicial; un amor que no era un mero sentimiento de afecto, ¡sino una revelación de Poder Divino!
Este artículo se publica en colaboración con Indian Catholic Matters.