Hay lugares donde se calman mis ansias y siento seguridad
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Me gusta poder subir a la montaña: “En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús”.
Sube Jesús con sus elegidos. Con sus amigos más cercanos. Con aquellos con los que quiere compartir lo más sagrado. Allí muestra su gloria. Allí se hace presente su luz. Se transfigura dejándoles ver un poco del cielo.
Pedro siempre dice con pasión lo que piensa. Hoy exclama con alegría: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Pedro siente que está en casa. Está feliz. Se siente lleno de paz. Está alegre.
Es como si los temores que tuvo en el valle, antes de comenzar el camino a la cumbre, hubieran desaparecido. Ya no teme.
Quisiera estar siempre ahí, en el monte, con Jesús, con Elías, con Moisés. La ley y los profetas. La seguridad de saber que estoy en el lugar correcto. Es esa siempre la gran pregunta del alma.
En el santuario a menudo experimento lo mismo que Pedro. ¡Qué bien estoy, cuánta paz!, exclamo conmovido.
Siento que tengo toda la seguridad del mundo recogida en mi alma. En María experimento la paz y el sosiego. Se calman mis miedos. Desaparecen las dudas.
Es el monte más alto. No el más difícil de escalar. Porque es una gracia que Dios hace posible en mi alma. La gracia del arraigo. El descanso en Dios.
“Podemos esperar la consecución de la paz perfecta y el sosiego y cobijamiento en Dios en la medida en que nos entreguemos sin reservas al Espíritu Santo”[1].
El verdadero cobijamiento es una gracia. No es simplemente una experiencia de cielo. Que ya es mucho. Es un permanente descanso en Dios. Allí se rompen mis miedos y angustias. Desaparecen las prisas.
Me calmo en el Santuario. En mi monte. Allí echo raíces. Me siento seguro. El temor al futuro, a lo que no controlo, se calma. Súbitamente comienzo a ver que mi vida tiene sentido.
Decía el papa Francisco: “¿Sé conversar con Jesús, con el Padre, con la Virgen y San José, con mis santos protectores amigos para reposarme en sus exigencias – que son suaves y ligeras –, en sus complacencias – a ellos les agrada estar en mi compañía –, en sus intereses y referencias? ¿Sé descansar de mis enemigos bajo la protección del Señor?”.
Pedro ve la gloria de Dios. Se relaja al ver la luz, la paz, la felicidad plena. No hay duda. El final no es la muerte. Jesús ya ha vencido y me muestra su victoria.
Esa paz en Dios es lo que le lleva a Pedro a proclamar arrebatado su alegría. No quiere que pase lo que está viviendo.
¿No es verdad que hay momentos en los que deseo que lo que estoy viviendo dure eternamente? Sí, así es.
Hay experiencias de paz en mi vida que me gustaría que no acabaran nunca. Hay personas que son Tabor, y con ellas tengo la misma experiencia. No quiero que se alejen. Porque su lejanía es ausencia, carencia, soledad. Y su presencia es la misma cercanía de Dios en mi vida.
¿Cuáles son esos momentos de Tabor que quisiera fueran eternos? ¿Y esas personas que son monte en mi vida, lugar de estabilidad y de encuentro con Dios? Hago memoria.
Y pienso que yo también quisiera ser un monte Tabor para muchos. Ser monte, ser roca. Lugar de descanso y cobijo. Lugar estable y firme en medio de una vida que fluye.
Decía el Padre Kentenich: “Nosotros mismos debemos representar un Monte. O dicho con otra imagen, que se usa más a menudo, debemos representar un árbol, de cuyos frutos puedan alimentarse y saciarse siempre de nuevo todos los que lo rodean. ¡Fuerte como un Monte!”[2].
No sé si lo soy para algunos. Pero sí sé que otros lo son para mí. Le pido a Dios que me enseñe a descansar en Él para que mi corazón se llene y calme.
En el santuario me lleno, descanso, para ser yo un santuario vivo entre los hombres. Es la paz que necesito para dar yo paz. Es el descanso que busco para ser yo descanso para otros. Es la fortaleza que necesito para sostener al más débil.
No tengo la firmeza del monte, lo he comprobado. He visto tantas veces mi fragilidad que dudo permanecer estable.
Pero sí sé que en mi corazón hay creencias tan arraigadas que me recuerdan las raíces de un monte. Nadie podrá nunca sacarlas de mi alma. Están allí acendradas y pase lo que pase no dudaré.
Han sido purificadas en la prueba, han sido probadas en el crisol. Y permanecen allí inmaculadas. No se pierden. Busco en mi corazón la roca en la que me asiento.
Busco mi Tabor personal donde toco a Dios. Esa experiencia es la que me salva. ¿Dónde he tocado a Dios en mi vida? ¿Dónde he exclamado como Pedro que no quiero que Dios pase de largo?
Quiero que esta Cuaresma sea un nuevo Tabor. Un lugar en el que se manifieste la gloria de Dios y de María.
Me detengo ante Dios, en su silencio. Busco el Tabor en el que mi alma es ella misma. Me siento arrebatado por la paz que encuentro.
Me gustan los montes. Me gusta ese monte al que asciendo para acariciar la cima. Me gustan las personas que son monte, porque están más elevadas y cerca de Dios.
Me gustan los lugares de Dios, elegidos por Él, bendecidos por su mano. En esos lugares está Dios presente y calma mis ansias, hace palidecer mis miedos. Allí me siento más seguro, más fuerte, más roca.
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[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[2] J. Kentenich, Conferencias de Sión