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Una nueva “fiebre del oro” con drásticas consecuencias a nivel continental

AFP PHOTO / Jody AMIET

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Macky Arenas - Aleteia Venezuela - publicado el 24/02/18
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La situación en Guayana (Venezuela) podría ser dramática a nivel ambiental, pero también con efectos negativos en la salud pública

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“No hay tratamiento para la malaria, hasta nuevo aviso”, se lee a la entrada de la clínica donde llegan mineros pálidos y con temblores. Es síntoma inequívoco de la enfermedad relacionada con la deforestación. “La muerte llega porque las personas viven muy lejos”, explica un médico local. En los municipios selváticos de la Amazonía el transporte es fluvial y desde las capitales puede tomar entre 5 y 10 días. El parásito es resistente. Se puede tener malaria y recaer decenas de veces. Otras, la salud puede complicarse seriamente o, sencillamente, no se supera. Los que están en ese trance cuentan su experiencia: “Es como orinar Coca Cola”.

El diamante y el oro son el atractivo, el nuevo “El Dorado” (1), un imán como el que precipitó la fiebre del oro en los Estados Unidos, el famoso “gold rush”, fenómeno social ocurrido en Estados Unidos entre 1848 y 1855. Ahora se agrega el coltán -también llamado “el oro azul”- un mineral estratégico por sus altas concentraciones de tantalio (Ta) y niobio (Nb) o columbita, metales refractarios imprescindibles para la industria electrónica, militar y aeroespacial. Todo eso está en los estados Bolívar y Amazonas, al Oriente venezolano.

Son regiones poco habitadas, ahora dominadas por bandas que comandan pranes –líderes de las pandillas delictivas– dominando toda la cotidianidad y, por supuesto, la actividad de minería informal, ilegal y devastadora que impera en ese peligroso lugar. Las consecuencias en el plano ambiental son dramáticas, pero las que tocan a la salud pública, aún peores. Y lo más severo: la perspectiva de expansión de los males a nivel continental.

Las recaídas de los enfermos de malaria no se incluyen en las estadísticas, así que podríamos asumir que el número actual, vinculado a un aumento de portadores sin síntomas, sería el número real de casos de malaria. Estimaciones bien fundadas dan cuenta de que en el 2016 se superó el millón.

A mediados de octubre de 2017, Colombia recibió 565 personas con malaria -92% procedentes de Venezuela. Los trabajadores de la salud en la zona crítica advierten que un solo caso de malaria puede ocasionar una epidemia en el término de los seis meses. Si a ello le sumamos los temas de minería informal en Brasil y Ecuador, además de la propia Colombia, el circuito de contagio se completa con los riesgos altamente factibles de extensión hacia zonas urbanas. Se piensa que lo peor está por llegar.

El 24 de febrero del 2016 fue promulgado el decreto 2.248 de la Gaceta Oficial 40.855, mediante el cual se creó la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional, también conocida como Arco Minero del Orinoco, al norte del estado Bolívar. El plan representaba para el Estado venezolano una fuente que diversificaba la economía; no obstante, para otros sectores de la población, éste proyectaba el más grande ecocidio en la temprana historia del siglo XXI.

La cuenca hidroeléctrica más importante del país, áreas protegidas y más de siete comunidades indígenas venezolanas se han visto afectadas con el conocido como AMO.

El Arco Minero del Orinoco (AMO) es el nombre del área de 111.846,86 kilómetros cuadrados, duplicando así la Faja Petrolífera del Orinoco. Éste abarca la zona norte del estado Bolívar y noreste del estado Amazonas, entidades en las que habitan la mayor cantidad de pueblos indígenas del país. También, colinda con los estados Apure, Guárico, Anzoátegui y Monagas.

Se piensa que este territorio cuenta con 7 mil toneladas de reservas de oro, además de cobre, diamante, coltán, hierro, bauxita y otros minerales de alto valor industrial. El Arco comprende un espacio que equivale al 12,2% del territorio nacional. Solamente en la zona oriental hay reservas probadas de oro de 4 mil 300 toneladas.

La superficie del Arco es mayor que la que ocupan países como Bulgaria, Cuba, Islandia, Portugal y Panamá, para nombrar sólo un puñado de naciones que no alcanzan la extensión en kilómetros cuadrados que se ven afectados por el decreto que desató lo que hasta voces del chavismo como la exministra del Ambiente Ana Elisa Osorio, quien era titular de esa cartera en 2006, han calificado como un proyecto “ecocida y etnocida”.

“En los antecedentes de este tipo de explotaciones –denuncia Osorio- no figuran casos en los que no se hayan causado severos daños socioambientales irreversibles. No existe la megaminería amigable con el medio ambiente”.

Las consecuencias de la explotación minera en la zona alarman al exsenador Alexander Luzardo, corredactor de las normas ambientales contenidas en la Constitución aprobada en 1999, la misma que Hugo Chávez reformó: “Lo que está produciéndose aquí es un Chernóbil minero: liquida fuentes de agua dulce, biodiversidad, reservas forestales, envenena las aguas con mercurio y cianuro, va a afectar la pesca, es un crimen horrendo”.

Irene Zager, subdirectora de Investigación para Sensores Remotos y SIG de Provita, la ONG venezolana que formó parte de la medición y el análisis de los datos que se obtuvieron gracias a la interpretación de imágenes satelitales, confirmó: “Aunque la disminución de superficie boscosa sigue siendo proporcionalmente menor que la que ocurre, por ejemplo, en territorio brasileño, Venezuela fue la única nación donde se observó una tendencia al incremento de la deforestación y la minería ilegal es la causante del fenómeno”.

Todo esto podría significar, según los especialistas, la eliminación del río Orinoco y sus ecosistemas, lo cual son ya palabras mayores pues interesaría aspectos fundamentales para el equilibrio ecológico de los países que hacen frontera.

Un dato grave es que las comunidades indígenas dentro del Arco Minero no han tenido ni voz ni voto en el desarrollo de la minería en su región. No se les ha consultado ni dado el derecho al consentimiento libre, previo e informado para los proyectos de minería que afectan a sus territorios, como requiere el Convenio 169 de la Organización Mundial del Trabajo, un acuerdo del que Venezuela forma parte. Esto ha sido denunciado por los obispos amazónicos quienes, junto a las etnias indígenas de la zona, luchan por el rescate del Amazonas, de su cultura y su territorio.

La Amazonía no es ya un lugar tranquilo en la selva, sino un submundo delictivo con numerosos burdeles, minas controladas por bandas y una epidemia constante de malaria. Eso, sin mencionar el VIH y otros males derivados de la profusa prostitución y promiscuidad en la zona. Hay pocas oportunidades y muchos riesgos para la vida y la integridad física. Y no solo para un país. Las epidemias están a la orden del día y ya el Estado venezolano –por su parte-, en un cuadro de escasez de medicamentos, se ve superado por la expansión de la malaria (o paludismo), enfermedad mortal que transmite un mosquito y que fue erradicada de Venezuela desde 1961. Si una persona pasa la frontera con el mal, es fácil que contagie a otro que sea picado por un mosquito que lleve la sangre de un enfermo de malaria.

La información oficial brilla por su ausencia pero se sabe que, sólo en el estado Bolívar, habitado por poco más de 2 millones de habitantes, 206 mil personas se infectaron de paludismo en los diez primeros meses de 2017. Amazonas, un estado de apenas 180 mil habitantes, registró 42 mil casos hasta septiembre pasado, de acuerdo a datos de equipos médicos locales. Cada día, entre 150 y 200 personas se hacen pruebas y la mitad resultan positivas. En el estado Bolívar, los mineros aseguran que las medicinas son vendidas en el mercado negro, canjeadas por uno o dos gramos de oro. No es de extrañar, entonces, que en el lapso de 4 años de epidemia, los casos aumentaran 15 veces.

“La proximidad del Arco Minero y el estado de Amazonas con Colombia complica aún más las cosas”, apunta Liborio Guarulla, ex gobernador  de la entidad e indígena él mismo, revelando que hay miles de guerrilleros colombianos en su estado. La presencia de estos colombianos de las guerrillas del ELN (Ejército de Liberación Nacional) y grupos disidentes de las FARC también se extiende en el estado de Bolívar, donde “los rebeldes no solo están interesados en la minería de oro, sino en cavar para extraer un mineral de color grisáceo, el coltán, que se pasa de contrabando a Colombia”. El coltán es un mineral de conflicto que se utiliza de forma generalizada en los ordenadores y otros dispositivos electrónicos del mundo desarrollado. Es una forma popular de ganar dinero fácil para las milicias rebeldes en el Arco Minero, el Congo y todo el mundo.

Héctor Escandell García, geólogo que trabaja para el vicariato de Amazonas (quien lleva una oficina de derechos humanos para proteger a las comunidades indígenas), es el antiguo director del Ministerio del Ambiente en Amazonas. García abriga oscuras sospechas.  Afirma que “la degradación social y ambiental de la pequeña minería ilegal simplemente allana el camino para megaproyectos mineros más destructivos” que extenderán sus nefastas consecuencias más allá de nuestras fronteras.

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(1) Cuenta la leyenda que hace 500 años, en la laguna Guatavita de Colombia, se realizaban ceremonias en las que se ofrendaban oro y esmeraldas, arrojándolos al agua. Los conquistadores de la época organizaron expediciones para encontrar el tesoro de “El Dorado” por toda la región, pero los esfuerzos fueron en vano.

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