No prestarle atención no hará que desaparezca
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Un salvador que se limita a hacernos la vida más fácil es un bálsamo y un alivio. Pero un salvador que nos juzga al final de nuestras vidas y que nos salva de la muerte es una figura más intensa. No es fácil integrar a este Jesús en una vida distraída.
Quizás es por eso que la práctica espiritual de recordar la propia muerte ha declinado en popularidad.
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En la cultura de hoy hay una aparente falta de concentración en la preparación para el final de la vida de uno mismo.
Incluso entre muchas personas de fe, el cristianismo se ha convertido en un mero camino hacia una mayor simplicidad, comodidad y calma.
Algunos se importunan ante la idea de que los caminos de Dios no son siempre nuestros caminos (ver Isaías 55,8-9). Se niegan a someter sus vidas —en especial sus opiniones, planes y deseos— a Dios.
Las personas no toleran el misterio estos días. Cualquier cosa que implique incomodidad u oscuridad no es bien recibida.
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La muerte es uno de esos elementos que rechaza la sociedad moderna. La muerte rodea, impregna y habita en gran parte de la cultura actual, pero rara vez es confrontada y casi nunca se habla de ella. Y, cuando sí se trata o habla, a menudo es minimizada o reducida a realidades materiales.
La muerte no es un tema popular ni siquiera entre personas religiosas cuyas vidas deberían reflejar su esfuerzo por alcanzar al paraíso (ver Filipenses 3,13).
Con frecuencia se enfatizan otros aspectos de la fe mientras que la muerte se deja como algo que hay que atender muy al final de la vida.
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Sin duda, la muerte es un espectro aterrador, una paradoja deslumbrante, un abismo espantoso. No es de extrañar que las personas deseen ignorarla. Sin embargo, no prestarle atención no hará que desaparezca.
Los cristianos en particular están llamados a meditar sobre la muerte —quizás la realidad más aterradora de la existencia humana— no porque los humanos tengamos la fortaleza de enfrentarnos a la muerte, sino porque tenemos un salvador.
El Eclesiástico fomenta esta práctica espiritual fundamental de recordar la propia muerte: “En todas tus acciones, acuérdate de tu fin y no pecarás jamás” (7,36).
San Benito consideraba esta práctica tan importante que la incluyó en su Regla para los monasterios, escrita en el siglo VI: “Tener cada día presente ante los ojos a la muerte” (IV.47).
La imitación de Cristo —posiblemente el clásico cristiano más leído después de la Biblia— incluye toda una sección sobre la importancia de la meditación sobre la propia muerte.
Comprensiblemente, muchas personas temen incorporar la práctica de recordar la muerte en sus vidas. Pero el miedo a meditar sobre la muerte evita perder el miedo a la muerte.
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¿Has pensado alguna vez en tu muerte?
Los primeros padres de la Iglesia ponen bastante énfasis en que la meditación sobre la muerte es necesaria para poder pensar en ella de forma cristiana. La fe cristiana no significa nada si no afecta a la forma en que vemos la muerte.
¡Cristo transformó la muerte! La muerte para el cristiano no es aniquilación ni desesperación, sino más bien un paso hacia los brazos amantes de un salvador.
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La Cuaresma es un tiempo perfecto para empezar con la práctica de recordar la propia muerte. El Miércoles de Ceniza centra nuestra atención de inmediato en la muerte cuando se traza en nuestra frente la cruz: la herramienta de muerte que se convirtió en herramienta de nuestra salvación.
Las palabras que dice el sacerdote o ministro están inspiradas en las palabras que Dios dijo a Adán y Eva después de su primer pecado: “Porque eres polvo y al polvo volverás” (ver Gn 3,19).
En latín, la misma frase se lee: “Memento, homo quia pulvis es, et in pulverem reverteris”. Una forma más corta de decirlo es “memento mori” o “recuerda tu muerte”. Estas palabras —memento mori— iluminan toda la temporada penitencial de la Cuaresma.
Los cristianos necesitan un salvador porque no somos más que polvo y ceniza. Necesitamos un salvador porque la única persona que puede salvarnos de la muerte es Jesucristo, que es la Vida misma.
En el tiempo de Cuaresma, mientras meditamos sobre los misterios centrales de la fe, el misterio de la muerte —transformado por la Cruz— es un punto magnífico en el que empezar.
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