La pena es un veneno que intoxica y mata. Guardar el dolor en el corazón es un gesto autodestructivo
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Me levanto por la mañana y puedo ver de repente que no todo tiene luz en mi vida. Hay también sombras y oscuridades. Hay vacíos y soledades. Tiembla el corazón ante la falta de claridad. No todo es luz. El
Papa Francisco en su visita a Chile comentaba: En los momentos en los que la polvareda de las persecuciones, tribulaciones, dudas, etc., es levantada por acontecimientos culturales e históricos, no es fácil atinar con el camino a seguir. Existen varias tentaciones propias de este tiempo: discutir ideas, no darle la debida atención al asunto, fijarse demasiado en los perseguidores… y creo que la peor de todas las tentaciones es quedarse rumiando la desolación. Sí, quedarse rumiando la desolación.
Me da miedo que esta tentación de rumiar la desolación se apodere del alma. Rumiar, imaginar, pensar, temer, creer. Y el corazón se llena de dudas y miedos. Y si todo no es tan bonito como yo pensaba. Y si la fuerza y pasión de los primeros momentos del amor ha dejado paso a la duda y la debilidad. Y si el fuego de la primera llamada languidece con las circunstancias hostiles, negativas, duras, con los fracasos.
El corazón tiembla en medio de la tormenta. Me gustaría no rumiar la desolación. No pensar demasiado en mis fracasos. No lamentarme tanto y darle muchas vueltas a las cosas. Porque los males se agrandan, igual que las ofensas y las heridas adquieren una nueva profundidad.
¿Cómo voy a poder seguir adelante después de lo ocurrido? Jesús no quiere que rumie mi desolación. No quiere que la desilusión eche por tierra todos mis sueños. No quiere que deje de soñar con cumbres altas y me quede estancado.
Comentaba el Papa en Chile: En medio de nuestros pecados, límites, miserias; en medio de nuestras múltiples caídas, Jesucristo nos vio, se acercó, nos dio su mano y nos trató con misericordia. Cada uno de nosotros podría hacer memoria, repasando todas las veces que el Señor lo vio, lo miró, se acercó y lo trató con misericordia. No estamos aquí porque seamos mejores que otros. No somos superhéroes que, desde la altura, bajan a encontrarse con los ‘mortales’. Más bien somos enviados con la conciencia de ser hombres y mujeres perdonados. Y esa es la fuente de nuestra alegría.
Yo soy tan pecador como los que me persiguen y hacen daño. Soy tan débil como aquellos a los que condeno. Soy tan frágil como los que me han decepcionado y no perdono. Me levanto lleno de confianza. Porque he experimentado la misericordia de Dios en su mirada. Necesito su perdón una y mil veces para poder yo perdonar a otros.
No me jacto de no haber caído nunca. No me creo mejor que otros. Me gustaría sentirme así siempre. Pequeño y alzado. Caído y levantado. Pobre y rico. Pero no me quedo rumiando mis penas. Lamentando mis fracasos. Echando en cara a Dios que se ha olvidado de mi suerte. Por eso me hace tanto bien perdonar y volver a levantarme.
Me gustan las palabras del Papa Francisco: Quien no perdona no tiene paz en el alma ni comunión con Dios. La pena es un veneno que intoxica y mata. Guardar el dolor en el corazón es un gesto autodestructivo. No me perdono a mí mismo y por eso no me siento perdonado por Dios. No creo en su misericordia. Y también por eso no perdono a otros.
No cae de mis ojos la venda de la tristeza. Dejo de tener paz. Y rumio la pena. Sueño con tener un corazón firme, valiente, alegre. Un corazón que se mantenga como el junco en medio de los vientos. Con raíces profundas.
Decía el P. Kentenich: Si queremos formarnos como personas de carácter firme, debemos aprender a decir ‘Sí’ a nuestras cruces diarias, y estar preparados también para soportar alguna vez cruces más dolorosas. Cruces pesadas que me hagan pensar que no hay salida. Y me hagan pensar que puedo romperme.
Sé que sí hay sol por la mañana. Aunque ahora sea de noche. Quiero entregarle a Dios mi pena, mi desolación, mi miedo, mi angustia, mi tristeza, mi fracaso. En esos momentos dudo de todo y pienso que nada ha sido verdad. Que nada de lo vivido ha sido cierto. La tentación de la desolación. Puedo llegar a desconfiar de mí mismo. Del poder de Dios. De la verdad de todos los que me aman, a los que amo.
Puedo dudar de su llamada, de esa voz que escuché un día junto a mi lago. Por eso decido hoy no quedarme rumiando mi desolación ni mi pena. Me levanto de nuevo y digo que sí a Dios. Sí a mi vida como es hoy. Sí a los miedos en medio de la oscuridad. Sí a la realidad ya sin maquillajes. Sí al perdón y a pedir perdón. Sí a agradecer por tantas cosas que la vida pone entre mis manos. Me levanto confiado. No dudo más.