Ser concebida sin pecado no te protege del trauma
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Una cosa curiosa del año litúrgico: hace dos semanas nació Jesús, luego casi inmediatamente recordamos la Matanza de los Inocentes, aunque habría sucedido al menos 40 días después del nacimiento de Jesús. Luego vinieron los Magos y, de repente, Jesús ya era un adulto crecido que se bautizaba en el Jordán. Tenemos que llegar al Tiempo Ordinario, claro, para poder prepararnos para la Cuaresma que empezará dentro de nada. Y aunque el tránsito del pesebre a la Cruz tiene perfecto sentido, embutir 33 años en un año litúrgico a veces me deja con ganas de más tiempo para empaparme de esos momentos que tan fácilmente pasan volando.
Este año, me estoy centrando en la madre de Jesús. Quiero amarla mejor y entenderla mejor, pero sobre todo quiero permitirle que me enseñe sobre su Hijo, cómo amarle y cómo ser amado por él. Así que me siento con ella y medito sobre diferentes momentos de su vida, diferentes títulos que ha recibido, diferentes imágenes y oraciones. Y ahora mismo, con la Navidad empaquetada y Belén tras de mí, estoy reflexionando sobre cómo fue para María el abandonar Belén.
No fue una salida pacífica, por supuesto. Los reyes magos se marcharon aquel día, dejando tras de sí a una madre atónita ante las naciones que adoraban a su hijo y sosteniendo ya la mirra que sabía habría de ungir su cadáver. Pero su labor no era vivir en Viernes Santo. En ese momento, le tenía a él. Y durante los próximos 30 años, sería suyo. No tenía forma de saber cuánto tiempo estaría con ella —que sepamos nosotros— así que, como toda madre que se ha visto afectada por la pérdida, intentó aferrarse a su hijo y amarlo en el momento.
Así que, aquella noche, se fue a dormir intentando salir del mundo de reyes e incienso y profecías cumplidas, dispuesta a regresar a la vida oculta de belleza ordinaria, de platos y pañales y de un bebé perfectamente ordinario que era todo menos eso mismo. Después de un día tan ajetreado, era momento de volver a la normalidad.
Pero el Cordero de Dios no vino para 30 años de afabilidad y tres horas de dolor. Vino a sufrir como sufrimos nosotros. Y ahora su vida se veía amenazada. José despertó bruscamente a María, con el equipaje ya listo. Como muchas otras madres, tomó a su hijo y huyó.
¿Sabía lo que pasaría a los otros bebés de Belén, a los hijos de los vecinos que había llegado a querer desde que llegaran aquella noche de mediados de invierno? ¿Sollozó en silencio abrazando a su hijo dormido mientras el asno les llevaba lentamente —con demasiada lentitud— lejos de aquel profundo dormir sin sueños que pronto se convertiría en pesadilla? ¿O se agarró a la esperanza de que solamente su hijo se viera amenazado, de que mientras pudiera mantenerlo a salvo no habría matanza?
Lo supiera o no, estoy segura de que los gritos imaginados de madres e hijos la persiguieron mientras se adentraban en lo desconocido. Aquellos eran sus hijos, los masacrados y los dejados atrás. Y, de alguna forma, ella debía seguir adelante. No podía pasarse la vida angustiada por algo sobre lo que ella no tenía poder alguno para evitar. No podía dejar que la culpa de ser superviviente la incapacitara, tampoco podía permitirse enfadarse con Dios. Tenía un hijo al que amar y una vida ordinaria que vivir. Tenía que abrirse camino en la vida como refugiada, como forastera en una tierra extraña hasta que Dios llamara a su hijo a salir de Egipto.
Ser concebida sin pecado no te protege del trauma. María quizás tuviera pesadillas. Quizás llorara de repente sin siquiera darse cuenta de que penaba por ellos, por los niños que habían muerto para salvar a su hijo, por los padres que les lloraban. Y luego tal vez su mente visitara las profecías, la sangría que le esperaba a su hijo.
No podemos saber lo que María hizo entonces, cómo lograba encontrar calma o siquiera si le resultaba difícil. Pero tengo la impresión de que hubo momentos en los que derramó lágrimas, momentos que nosotros también compartimos, y que aquella joven y afligida María consiguió tirar de Jesús, aferrarse a él para salir adelante. Cuando olvidó cómo ser una mujer llena de alegría, se sujetó en Jesús y, entregándose a él, mantuvo a rayas las tinieblas durante un tiempo.
Desconozco los traumas por los que has pasado, la culpa que llevas a tu espalda o los miedos que tienes ante el futuro. Pero tu Madre sí los conoce. Y ella ha sufrido algo similar en sus carnes. En tu camino junto al Señor hacia la incertidumbre, en una vida en la que parece que lo único inevitable es la Cruz, aprende una lección de la Santa Madre: aférrate a Jesús. Vuelve la cara a los recuerdos y los temores y fija tus ojos en Él. En un mundo de inocentes masacrados, solamente Él puede traer paz.