Cuando su hija adolescente le anunció que estaba embarazada, su vida cambió
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Hace nueve años vino a consultarme como profesional una amiga, joven viuda a quien tengo por una persona valiosa y de sólidos principios morales: su hija adolescente estaba embarazada.
Al comenzar a charlar, se frotaba las manos, cambiaba de postura y evitaba mirarme mientras deshilvanaba “razonadas sinrazones”, sobre la “conveniencia” de un aborto secreto e inmediato, aunque sin acabar de decirlo abiertamente.
En la escena que describía, solo aparecían ella y su hija, argumentando que le pesaba que su hija quedara marcada tan joven y de por vida, afirmando que su vida se arruinaría o, cuando menos, se vería muy empobrecida en expectativas de todo género.
Eso, no lo podía permitir, decía con aparente contundencia.
Dijo además que ella no podría enfrentar las maledicencias sobre su honor, ni cambios inevitables y difíciles en el estado de las relaciones familiares, si el embarazo proseguía.
Escucharla hablar así me sorprendió de sobremanera, ya que se contradecía frontalmente con los valores que hasta entonces había sustentado, y por los que más de una vez la escuché defender con vehemencia una postura pro vida… “en los casos de otros”.
Ahora buscaba una anuencia que salvara su consciencia, pues en el fondo lo que quería era una solución que consiguiera que su nieto fuera solo un hecho anecdótico, y que tal “hecho embarazoso” fuera como si su hija se hubiera caído de una bicicleta, algo que arreglar con algunos vendajes y cataplasmas, es decir, sin mayores consecuencias.
¿Por qué parecía ser otra persona? ¿Qué pasaba por su mente y sentimientos?
Resultaba evidente que la vida de su nieto recién concebido, esa vida con todo su valor incondicional, no estaba en su escena mental ni en su corazón. Solo ponía ante sus ojos un difícil trance del que quería salir lo más pronto posible y con el menor rastro posible.
Sin embargo, no había en ella el frío cálculo de una consciencia insensible. Por acudió a verme, por eso consultaba. De no haber sido así simplemente habría tomado sin más una decisión unilateral que sabía su hija acataría.
Fueron varias sesiones en una primera etapa de desahogo donde afloraron en su personalidad rezagos emocionales de una infancia y juventud en la que había vivido cierta inseguridad por problemáticas afectivas y económicas de su familia de origen.
Después de este desahogo, estuvo ahora sí en condiciones de escucharme.
Lo primero quise ayudarle a entender que podía sobreponerse a sus inseguridades desde la perspectiva de su realidad como adulta, reafirmándose positivamente en todos sus logros y valores personales.
Y desde esa perspectiva podía comenzar a reconsiderar la situación actual.
Ya más serena, conversamos sobre el don de la vida humana, de la belleza y valor infinito que se despliegan en su historicidad, de la unicidad e irrepetibilidad de cada ser.
Gradualmente apareció en escena, un tercer personaje… su nieto, que pasó de ser ignorado a ocupar el valor central en sus procesos mentales, como el protagonista principal que habría de poner en el verdadero orden de sus ideas, afectos y emociones.
—Tienes razón… —me dijo meditabunda—. Estoy convirtiendo la buena noticia de la venida a la vida de mi primer nieto en una noticia mala, perversa, funesta… en una desgracia, que no lo es, pues solo he visto lo malo invirtiendo los valores, y no es así como he vivido.
En ese momento la invité a acercarse a una amplia ventana en mi despacho donde se podía admirar un bello atardecer, sublime, sereno. —Mañana —le dije en voz baja— ese sol saldrá con nuevas luces y calor, como un nuevo canto de esperanza para todos los que vivimos.
Y la deje un momento con sus reflexiones.
Luego, retomamos la conversación sobre la vida de su nieto. Cualquier otro interés en juego se analiza poniendo el foco en el valor incondicional de la vida de un ser humano único, inocente e inerme en nuestras manos.
Todo los demás, incluidos nosotros mismos y nuestra forma de vida, deberían en justicia adaptarse para recibir esa vida y amarla incondicionalmente.
Aceptamos que ciertamente en circunstancias así, nuestras vidas sufren cambios, algunos cuestan y duelen. Pero son cambios justos y su dolor construye el bien.
En la otra ribera del río, por el camino que había estado pensando, también hay cambios y dolor, pero los cambios son injustos y el dolor destruye, porque proviene del mal, arrasando para siempre la paz interior.
Han pasado algunos años y nos hemos encontrado en la recepción del colegio de mis hijos. Mi amiga iba acompañada de aquel “nieto” que resultó ser una hermosa niña, alegre y vivaracha, cuyas excelentes calificaciones me mostró como orgullosa abuela.
Nos dimos un silencioso abrazo… Era una tibia mañana bellamente soleada.
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