Yo, sacerdote, también corro el riesgo de “jugar a salvador” de los demás y no dejar actuar a la Gracia
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Siento a veces que algo me sale bien y el corazón se alegra. Me enaltecen y me enaltezco. Me siento valorado y querido. Crece mi orgullo y mi autoestima está en paz.
Pero hoy escucho: Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Y veo el peligro que corro subido en lo alto de mi pedestal. Me siento tomado en cuenta. Mi orgullo crece por momentos. Creo que me merezco el aplauso y el reconocimiento. Los primeros puestos, los mejores trajes. Y me crezco. Me creo mejor que otros. Mejor que todos. Nadie me supera.
Pero sé que yo no quiero en realidad ocupar los primeros puestos. Aunque a veces lo busco. Y no quiero que me admiren y me alaben, por lo que hago y por lo que no hago. Pero a veces como sacerdote corro ese peligro, y el ego aumenta de tamaño.
Decía el P. Kentenich hablando a sacerdotes: Hagamos en este punto una rápida meditación sobre el orgullo que llevamos a cuesta nosotros los sacerdotes, sin darnos cuenta cabal de ello. Repasemos la pedantería en que a veces incurrimos en la pastoral y en nuestro abordaje y tratamiento de las faltas y pecados del prójimo. En esa tarea caemos fácilmente en la tentación de ser soberbios. Cuanto más se trabaja sobre las faltas ajenas y se las combate, tanto más probable es nuestra caída en actitudes de soberbia. Reflexionemos sobre tales y cuales éxitos en nuestra labor; examinemos, en resumen, todas las oportunidades que tenemos de alimentar y cebar nuestro orgullo [1].
Me siento bien conmigo mismo en medio de mi orgullo. Jesús disminuye, yo crezco. Me pongo en el centro. O me ponen en el centro. Jesús a un lado. Ya no sé cuándo empezó todo. Y de repente me creo alguien.
Sé que sólo Jesús me salva y yo me creo salvando vidas. Jugando a salvador. A Mesías. Llego a pensar que soy más que otros, que los que me precedieron en el cargo. Que tantos otros sacerdotes. Conmigo empieza todo.
Es todo tan irreal. Enaltecido dejo de ver a Jesús en la cruz. Dejo de ver tantas vidas que viven con gran esfuerzo por salir adelante.
Yo soy un privilegiado. Y aun así a veces me quejo. Que si tengo muchas cosas, que si no me valoran lo suficiente, que si tengo que viajar mucho.
Y pienso en tantos a los que nadie valora en su trabajo. A los que nadie enaltece en casa. Y cargan con la frustración muy dentro del alma. Porque no se sienten valorados. Y yo me afano por ser enaltecido.
Me da miedo aburguesarme. Lejos del mundo. En lo alto de un pedestal. Lejos de los que sufren. Enaltecido y lejos de todos. Demasiado distante y poderoso. Me da miedo la soledad del poder.
No quiero ser así. No quiero vivir enaltecido. Pero a veces caigo en ello, lo busco. Quiero pensar mejor en enaltecer a otros, en lugar de ser yo enaltecido. Quiero que otros sean los que destaquen y ser yo quien mengüe.
No es tan fácil. Me busco a mí mismo. Me llaman padre. Me colocan en el centro por el mero hecho de ser sacerdote. Y eso parece bastarme. Puedo llegar a pensar que los primeros puestos son para mí. No los rechazo.
Me gustan los halagos. Me siento en casa cuando soy alabado. Busco estar en el centro. Es difícil seguir a Jesús desde el poder, desde la fama. Es más fácil encontrarlo en los fracasos, en las caídas. Allí donde lo único que me queda es implorar la misericordia.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios