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¿Qué es lo que quiere Dios que le dé de mi vida?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/10/17

No podemos refugiarnos en Dios huyendo de los problemas del mundo. Pero sí podemos cargar el corazón en Dios, ser transformados, para salir al encuentro del hombre que sufre

Jesús no cae en la trampa de los fariseos y no se deja tentar por sus palabras. Jesús actúa con inteligencia: «Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: – Enseñadme la moneda del impuesto. Le presentaron un denario. Él les preguntó: – ¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: – Del César. Entonces les replicó: – Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Quieren que Jesús opte pero no lo consiguen. Jesús sabía que si decía que era lícito pagar al César, estaba del lado de los romanos. Y si no estaba de acuerdo con el pago de los impuestos, era un rebelde. Quieren pillarlo en una trampa.

Las palabras a veces son engañosas. Quieren que se posicione. Es una estrategia. Según responda quedará mal con la gente o con las autoridades romanas. A ellos les da igual la pregunta.

Jesús comprende su mala voluntad. Él ve la intención oscura. Ve el corazón. Se entristece. Responde con mucha inteligencia. Diríamos que en esta discusión gana Jesús. Pero la pena permanece en su alma. En realidad, ha perdido. Se trata de un pequeño fracaso en su misión de amar.

Algo se ha roto en su vínculo con los fariseos. Los llama hipócritas, falsos. Y les da una respuesta que hoy sigue resonando en nuestro corazón. Dar al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios. Contestó con verdad. Usó algo oscuro para dar luz.

¿Qué me quiere decir Jesús con esto? ¿Que Dios no debe estar en la vida pública? ¿Que la política es para los hombres y la vida de oración es el mundo de Dios?

Pienso que quizás Jesús quiere decir algo distinto. Por un lado me pide que sea cumplidor en mi deber como ciudadano. Me dice que tengo que ser fiel en lo pequeño, en lo cotidiano, en el trabajo, en la sociedad. Que no viva una doble moral. Por un lado Dios y mi misa. Por otro lado mi forma de actuar con el dinero, en los negocios. La justicia social.

Quiere que le dé a Dios lo que le pertenece. ¿A qué se refiere Jesús? En primer lugar me pide que le dé mi corazón. Mi vida. Mi tiempo. Mis deseos. Eso es lo que quiero darle a Dios. A Él le pertenezco. Y sólo a Él. Mis opciones de vida son por Él. Mis decisiones en el trabajo y con mi familia son por Él. Lo mejor de mi corazón y de mis sueños es para Él. Mi voluntad entera es suya.

A veces me pierdo en el mundo y relego a Dios a la misa del domingo o al rato de oración con mi grupo cristiano. Lo relego al momento «religioso» del día, de la semana. Y el resto se lo doy «al César».

Es curioso, porque Jesús, con esa frase, me empuja a que libremente y en conciencia, me pregunte: ¿Qué parte de mí corresponde a Dios? ¿Qué parte de mí le corresponde al mundo? ¿Cómo es mi entrega en mi trabajo, en la sociedad, con mi dinero, con mis bienes? ¿Se me nota que sigo a Jesús en mi apego a la verdad, en mi honestidad, en mi fidelidad, en mi integridad?

Hoy puedo hacer un ejercicio sincero. Quiero ver cómo pongo mis pies en la tierra, mientras mantengo mi mirada en el cielo. Me pregunto si vivo como decía el P. Kentenich: «Con la mano en el pulso del tiempo y el oído en el corazón de Dios».

¿Cómo son mis elecciones? Miro mi forma de vivir en oración: ¿Plasma mi vida más cotidiana? ¿Tomo las decisiones de mi vida de la mano de Dios? En mi vida diaria, en el ajetreo del mundo, en mi trabajo y en mis retos cotidianos, ¿vivo unido a Dios en oración?

No hay una parte de mí para el mundo y otra parte para Dios. Mi corazón no se puede dividir. Dios y el mundo son las dos caras de la misma moneda. Pienso que en lo más humano está Dios y en lo más sagrado de mi vida está el mundo, lo más humano.

Eso es lo que me enseña Jesús. Me enseña a ir con Él caminando sea lo que sea que esté viviendo ahora. En momentos de intimidad con Él en oración. Y en el bullicio de la vida atado a Él. En los dos campos de mi camino está su amor esperándome.

Esta semana hemos celebrado el 18 de octubre. Ese día el P. Kentenich dio un salto de fe, un paso audaz. En el comienzo de la primera guerra mundial en 1914 le pidió a María que se estableciera en el Santuario. En medio de una crisis mundial pareciera como si se escondiera con miedo en las cuatro paredes de una capilla pequeña. Pero no era así.

A Dios lo que es de Dios. Al César lo que es del César. Esos jóvenes no podían detener la guerra. Y seguramente serían llamados al frente. En ese momento necesitaban adentrarse en el silencio, en la oración, para vivir anclados en Dios.

Luego, con el corazón en Dios, podrían ir al mundo. Podrían sanar heridos desde su herida. Y sostener a los desesperanzados dándoles esperanza. Era necesaria esa vida honda en Dios para poder ser fieles en medio de las bombas.

Es un movimiento necesario hacia dentro para poder ir con fuerza y con paz hacia fuera, al mundo, al hombre que está tan roto y en guerra.

Dos caras de una misma moneda. Dios y el mundo. Dios y César. Una armonía que deseamos. Estar en el mundo con raíces hondas. Llevar al mundo la paz recibida en el corazón de la mano de Dios. Contemplativos en acción. Hombres de Dios que aman la tierra. No tenemos un corazón divisible. Es el mismo. Para Dios, para los hombres.

No podemos refugiarnos en Dios huyendo de los problemas del mundo. Pero sí podemos cargar el corazón en Dios, ser transformados, para salir al encuentro del hombre que sufre. «Desarrollemos la sensibilidad para rastrear a Dios, para detectarlo en todo lugar; ver realmente a Dios detrás de todo y acogerlo siempre, a Él y a sus deseos»[1].

Nada de lo humano le es ajeno a Dios. Me habla en todo y todo lo mío le importa. Se oculta en lo más mundano, esperando que vaya allí llevando las respuestas escuchadas en el corazón. Desde dentro hacia fuera. Desde el mundo al interior del alma. Todo está unido en Dios.

[1] José Kentenich, Envía tu Espíritu

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