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¿Por qué quiero amar, y lo que sale de mí es el odio?

jealousy

Por Antonio Guillem

Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/10/17

Tal vez tengo que aprender a mirar con otros ojos. Dejar de pensar en mi ego herido y buscar la belleza en el alma de mi enemigo

Con frecuencia he pensado que mi ego es demasiado grande. Todo comienza conmigo y acaba conmigo. Lo que yo necesito, lo que me falta. Lo que siento, lo que me alegra. Lo que me entristece, lo que me duele. Lo que sueño y lo que anhelo. Lo que pienso, lo que temo.

Mi verdad, mis pasos y mi camino. Mi vocación y mis expectativas. Mis fracasos y mis victorias. Lo que los demás me hacen. Lo que piensan de mí. Lo que esperan.

Conjugo en primera persona desde niño casi por inercia. Soy yo quien gano. Son otros los que pierden. Yo venzo. Otros me quitan mis méritos y me hacen fracasar. Son los culpables. Yo soy inocente. Cuando pierdo nunca es mi culpa. Cuando gano soy yo el que se lleva el aplauso, me lo merezco.

No sé si es culpa mía o es algo que alguien me ha metido desde pequeño en la cabeza. No sé si puedo culpar a otros de mi egoísmo, de ser autorreferente y vivir centrado en mi ego. Sólo sé que el mundo en el que vivo me ha educado así.

He aprendido mirando a otros. Sus egos grandes ocupan mi interés. Mis ídolos son los que vencen solos, los invencibles. Los que triunfan solos incluso formando parte de un equipo. Me dicen que lo que cuenta es el grupo, el trabajar en equipo. Pero el premio se lo lleva al final sólo el que destaca. Me hablan de darlo todo por el triunfo de una comunidad.

Pero yo me desmarco queriendo definir mi camino y dejar mi huella. Quiero ser yo quien venza. Otros me hacen perder. Sucede cuando trabajo en equipo.

Miro a las grandes estrellas, del deporte, del cine, de la política. Pertenecen a un grupo. Pero brillan ellas solas. Buscan que su nombre quede marcado en letras doradas y recordado por los siglos de los siglos. El personalismo vence. El protagonismo excesivo se convierte en estilo de vida. Por encima de la comunidad a la que pertenecen está el ego.

La necesidad de dar alimento a mi egocentrismo. Necesito más cuidados, más mimos. Necesito más afecto, ser más tomado en cuenta. Necesito ser valorado, admirado. Busco ser más ensalzado.

El otro día leía: Tantas veces tenemos la angustia de no ser suficientemente reconocidos, y por eso desvalorizamos a los demás. Cuando el alma está interiormente llena de la corriente de amor misericordioso, no nos perturba el ser conocidos y reconocidos por otros en nuestras debilidades [1].

Sé que el déficit en todas mis necesidades me llena de tristeza y amargura. No me siento tan valorado como otros y pienso que la culpa será suya. Ojalá mi corazón estuviera lleno de un amor muy grande. De una misericordia inmensa.

Pero no es así e incluso, aunque a veces lo niego, llego a sentir algo semejante al odio. No sé cómo es posible. Pero la ira llena mi alma. Me rebelo contra la injusticia. Mi ego herido. Tengo envidia. Tal vez por vivir tan centrado en mí acabo sintiendo odio en mi interior. Muy dentro de mí.

Eso me sorprende. Quiero amar y el rencor es el origen de un odio antes desconocido. No lo entiendo. El amor quiere ser mi consigna, mi forma de vida. Pero odio. Soy un hombre que guarda rencor. No a flor de piel. No sale en seguida en mis palabras y gestos. Pero sé que si escarbo un poco lo encuentro. Ahí está escondido, latente, ese odio dentro de mí. Ese odio que sale cuando menos lo espero. Ante una ofensa. Ante una palabra hiriente. Al ver un gesto amenazador. Surge entonces con fuerza.

Decía el Papa Francisco: Odio por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Mi odio alimenta otros odios. Mi rabia otras rabias. Mis gritos hacen nacer otros gritos. Es siempre así. Una cadena de odio sólo se rompe con amor.

Una persona rezaba: Me gustaría dar un sí a mi miseria, darte un sí a ti. Me gustaría entender un poco todo lo que está pasando en mi interior. A veces, en mi desconocimiento personal, pienso que me gustaría incluso tener un poco menos de corazón. Pero no es cuestión de tener más o menos corazón sino de tenerlo limpio para ti. Limpio y aún más grande. Reconozco que mi corazón no es perfecto y se llena de sentimientos mezquinos cuando no lo cuido en ti. En él hay incomprensión y falta amor. ¡Estoy tan lejos de lo que sueño! No quiero que mi corazón sucio sea impedimento. Adoro el corazón que me das para amarte.

Quiero aprender a amar más y mejor. Con más hondura. Quiero acabar con ese odio que a veces siento. Quiero cambiarlo por ese amor que me queda dentro. Ese amor que he recibido aunque a veces no me parece bastante.

Normalmente el odio viene por una carencia de amor. Esperaba más amor en la vida y obtuve menos. Y entonces me amargo y siento rencor. Y de ahí al odio hay un paso muy pequeño. Me siento envenenado por dentro y no sé cómo eliminar ese veneno.

Sé que yo sólo no puedo hacerlo. Hablo de ciertos temas y surge el odio. Recuerdo ciertas conversaciones y surge el odio. Vuelvo a revivir una escena pasada, y me lleno de rabia. Para mí no es posible cambiarme por dentro. Pero sé muy bien que para Dios todo es posible.

Tal vez tengo que aprender a mirar con otros ojos. Dejar de pensar en mi ego herido y buscar la belleza en el alma de mi enemigo.

Es curioso, también tengo enemigos. Los que no piensan como yo. Los que no me quieren. Los que me atacan. Los que me desprecian. Los que me ignoran. Los miro y veo su maldad enconada. Y me pesa tanto mi ego herido.

Comenta el Papa Francisco: La persona que más te odia, tiene algo bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno en ella; incluso la raza que más odia, tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la religión llama la ‘imagen de Dios’, comienzas a amarlo ‘a pesar de’. No importa lo que haga, ves la imagen de Dios allí. Hay un elemento de bondad del que nunca puedes deshacerte.

Quiero mirar a través de mis odios y rencores para poder ver la bondad escondida en el alma de los hombres. Ver la bondad en el corazón del que me odia, de aquel a quien odio. Ver en ellos la imagen de Dios. En al alma de aquel a quien amo aunque me ignore. En el alma de aquel que me odia.

Quiero ver la bondad entregando mi bondad en ese intercambio de miradas. Ver la bondad en los demás seguro que disminuye mi odio. Lo intento cada día. Más bondad. Menos odio. Más amor. Menos ira. Más paz. Menos rabia.

Parece tan sencillo. Mi alma envenenada me mata por dentro. Lo he comprobado. Sólo el amor hace fértil mi tierra. El odio la seca. Se pudren las semillas y muere toda la vida del río que recorre mi alma. Quiero aprender a vencer mi odio con amor. A mirar con amor a todos. Sin distinciones. Sin ver enemigos. Sin mirar con orgullo.

[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963

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