En su charla “¿Matan las escuelas la creatividad?” el educador británico Ken Robinson cuenta que cuando la bailarina británica Gillian Lynne era pequeña, sus padres recibieron una carta del colegio en la que les alertaban de que su hija parecía tener “un trastorno del aprendizaje”. Era inquieta, incapaz de concentrarse y se movía constantemente.
Preocupada, su madre la llevó a un especialista quien, tras conocer los problemas, en vez de tratar a Gillian encendió la radio y pidió a su madre que la observara. Gillian comenzó a bailar al ritmo de la música. “Sra. Lynne –dijo el médico–, su hija no está enferma, es una bailarina” y le recomendó inscribirla en una escuela de danza.
Para Gillian aquella experiencia cambió su vida. “Fue maravilloso encontrarme al fin con gente que tampoco podía estarse quieta y necesitaba moverse para pensar”, le contó a Robinson.
Con el tiempo, Gillian Lynne sería la estrella de la danza en el Royal Opera House y coreógrafa de musicales tan conocidos como El fantasma de la ópera o Cats. “Hoy dirían que Gillian tenía TDAH, pero eran los años 30 y todavía no se había inventado”, ironiza Robinson en su charla.
Causa de problemas
La anécdota ilustra el debate en torno al TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad), uno de los trastornos del aprendizaje más diagnosticados y controvertidos en las aulas del siglo XXI. Para algunos, una auténtica epidemia escolar, fuente de conflictos; para otros, una enfermedad inexistente.
Según explica el psicólogo y pedagogo Isauro Blanco, Premio Nacional Investigación e Innovación Educativa 2007, aunque el trastorno afecta a “entre un tres y un siete por ciento de niños”, ese pequeño porcentaje “suele causar el 20 por ciento de los problemas más severos en la gestión del aula, la disciplina y atención de todo el grupo donde se encuentran los niños”. Algo que magnifica el problema, que no solo recae en los niños que lo padecen, sino también en sus compañeros, profesores y familias.
Para explicar las causas neurológicas que podrían provocar este trastorno, Blanco señala que la “habilidad para mantener la atención depende de la memoria ejecutiva”, y que de los 4 a los 7 años es cuando se produce el mayor desarrollo de atención ejecutiva, aunque también en esos momentos “el sistema nervioso del niño es vulnerable y su equilibrio sumamente frágil”.
En ese sentido, “el niño necesita un ambiente externo lleno de afecto que genere lazos básicos estables y que le permita a su cerebro dedicarse a elaborar conexiones de nivel superior y no a la supervivencia emocional”, añade.
“Los niños sobrecargados de actividades extraescolares que exigen respuestas diferentes en poco tiempo o que están expuestos a retos superiores a sus capacidades, acaban por agotarse y su sistema neurológico se descontrola. Cuando la memoria operativa se sobrecarga, aparecerá el déficit de atención”, afirma.
La solución tras el diagnóstico suele venir de una medicación “que ayuda a los niños a centrarse”, afirma la neuropsicóloga y profesora de la Universidad Francisco de Vitoria Ángela Osuna Benavides, “aunque también tiene unos fuertes efectos secundarios”, advierte, como falta de apetito y aumento de problemas cardiovasculares.
Malos diagnósticos
Algunos van más allá y niegan el problema de raíz. Es el caso de Marino Pérez, especialista en Psicología clínica y catedrático de Psicopatología en la Universidad de Oviedo, para quien el diagnóstico del TDAH carece “de entidad clínica”.
En su libro “Volviendo a la normalidad” (Alianza Editorial, 2014), escrito junto a Fernando García de Vinuesa y Héctor González Pardo, no niega “que estos niños tengan problemas”, que “tienen curiosidad” y que prefieren “moverse”, pero afirma que no existe ninguna alteración cerebral o genética identificada.