El “John Wayne” está descartado. Pero no todos queremos (o podemos) ser tipos de voz suave con vaqueros ajustados.
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¿Qué es un hombre?
Como varón “milenial”, la pregunta me parece apropiada, porque socialmente se está haciendo difícil definir. Frases como “masculinidad tóxica” saltan al ruedo, pero sirven a una ideología. No creo que la mayoría de la gente crea que los hombres son intrínsecamente malos o peligrosos o tóxicos u opresivos. Aun así, como milenial he observado cómo nuestra sociedad, nuestro arte y nuestros medios de comunicación han empezado a desdibujar ideas tradicionales de los atributos de un hombre. El “John Wayne” está descartado. Pero no todos queremos (o podemos) ser tipos de voz suave con vaqueros ajustados.
Cuando yo era pequeño, un hombre de veintimuchos (como yo) que todavía viviera en casa de sus padres se hubiera supuesto débil o poco digno de confianza. Si tuviera sus cosas en orden, ya estaría casado, estaría buscando su primera casa propia y empezando una familia, ¿a que sí? Yo no soy débil ni tengo una personalidad turbia; soy un tío sincero que intenta hacer las cosas bien con respecto a los demás, pero estoy muy lejos de conseguirlo. Lo cierto es que todavía no me siento como un hombre. En mi cabeza, y hasta que me miro en un espejo, me considero un muchacho.
Preferiría ver una película de superhéroes antes que ver un nuevo thriller político. Preferiría jugar a un videojuego antes que salir a un pub. Mi novia me devuelve constantemente a la realidad cada vez que mi mente se distrae con planificar la mejor habitación con una salida de emergencia en caso de que unos zombis (o personas armadas) irrumpan en la casa.
La cocina está descartada. Si no puedo sacar algo del frigorífico y zampármelo de inmediato, literalmente me quedaré con hambre. Si resulta que sí salgo a comer fuera, inevitablemente terminaré pidiendo una hamburguesa. No es que no valore la buena comida –me encanta el pato asado–, pero soy impaciente y demasiado utilitarista. La función de comer y terminar con la comida supera para mí el placer de darme el gusto de algo más refinado.
Es una paradoja: suena como si estuviera contento con ir despacio y holgazanear y al mismo tiempo me impaciento por terminar algo y pasar página. Pero nunca estoy seguro hacia dónde estoy pasando página.
No me interesan los trabajos tradicionales, con un horario en el que fichar o un cubículo donde pasar un tercio de mi vida. Ya he visto a mis padres haciendo eso. He visto las recompensas, los sacrificios, las injusticias y la increíble cantidad de estrés que deriva de dedicar la propia vida a una empresa y esto me ha dejado con poca disposición para buscar un puesto corporativo, por muy tentador que sea un gran salario. Según me han dicho, unos ingresos estables –y abundantes– son el camino a la libertad. Pero esa es una libertad que, en realidad, sale muy cara y es un precio que no estoy seguro quiera pagar.
¿Quiere decir eso que todavía no soy un hombre? Aquí viene la parte extraña: yo al principio no era así. De pequeño era muy trabajador. Cuando tenía 12 años conseguí mi primer trabajo, ayudando en una enfermería. Trabajé de forma responsable hasta que tuve 17 años. Siempre he trabajado. Soy Scout. Fui a la universidad, me saqué mi carrera de un cuarto de millón de dólares –el diploma cuelga de la pared sobre mi cama como la espada de Damocles– y pago fielmente los préstamos que subvencionaron mi educación trabajando a media jornada. Estas son las “semillas” de la masculinidad tradicional en mi interior, y nunca las he rechazado conscientemente.
Pero algo ha cambiado y no ha cambiado solo para mí, sino también para mis contemporáneos. La mayoría de nosotros todavía vivimos con nuestros padres; unos cuantos nos hemos casado, pero la mayoría seguimos solteros. ¿Por qué no hemos seguido adelante? La única explicación que se me ocurre es que mi generación ha quedado desencantada por las discrepancias entre lo que nos dijeron que era el mundo y la realidad. Vimos caer las Torres Gemelas con la más impresionable de las edades, hemos visto a políticos, desde la presidencia hasta abajo, menguar su talla, igual que nuestras carreras y nuestros héroes deportivos.
Hay una frase de la película El caballero oscuro, de Christopher Nolan: “O mueres como un héroe, o vives lo suficiente como para verte convertido en un villano”. Mi generación entiende esto como una verdad. Las ilusiones han caído para nosotros. Quizás porque somos la primera generación criada en Internet con tantísima información, tantísima exposición a la debilidad humana y a la miseria. Quizás simplemente estamos abrumados y nos retiramos.
No sé dónde estaré dentro de cinco años y no quiero saberlo. Una casa en las afueras con una cerca de madera blanca me suena a cuento aleccionador, como si cada estaca de madera anclara cada eslabón de la cadena que te retiene por el cuello. Y aun así, quiero casarme, algún día. Sí, quiero tener mi propia familia, quiero ser padre. Valoro el tener una familia sólida porque he sido lo bastante afortunado como para haberme criado en una de ellas. Y entiendo también el valor de la fe porque me he criado en ella
Un objeto en reposo tiende a permanecer en reposo pero, para nosotros, un objeto en movimiento también tiende a moverse hacia el reposo. Esto no es bueno, lo sé. Mis amigos milenials lo saben. Simplemente no tenemos claro cuáles serán nuestras próximas acciones o nuestro próximo acto.