Así es el día después del atentado que dejó varios muertos y decenas de heridos, entre ellos también latinoamericanos
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Puedo escribir los versos más tristes esta madrugada. Pero la tristeza tiene que dejar paso a la esperanza. Negro primer día después del atentado en Barcelona. 8 de la mañana. No hay nadie en la capilla del Hospital del Mar: un sencillo altar, tres bancos, flores, poca luz y frío.
El aire acondicionado llena la sala y es sólo un indicio del escalofrío que viven los familiares y amigos de los heridos. Están paseando su desesperación con un café en la mano por fuera del hospital, situado en la zona de la playa de la Barceloneta, un hospital lleno de claridad y cristales. Los periodistas de varios países se preparan para entrar en directo.
Hay un extraño silencio a pesar de las ambulancias que lo rompen. Los servicios de la Cruz Roja y otros servicios de emergencias están en los bancos de fuera del hospital. Hacen cara de abatidos y cansados. Algunas personas se abrazan y lloran. Hablan por teléfono en francés, alemán, español, italiano. Cruzas tu mirada con la de ellos y te destroza su dolor.
En la recepción del hospital responden, amables y cansados, que “por ahora” no necesitan más donaciones de sangre ni traductores. La sangre caduca, y han tenido exceso de donantes. La población catalana se ha volcado ante este atentado: gente abriendo sus casas, taxistas haciendo trayectos gratis, hoteles ofreciendo alojamiento a gente atrapada en la ciudad.
Una tienda de típicos souvenirs de Barcelona justo en la entrada del Hospital me deja helada: se llama “ISIS”. Isis por la diosa egipcia, pero esta nomenclatura del Daesh justo en este lugar me parece hoy inadecuado. Pienso en los turistas, felices, despreocupados, que bajaban por la Rambla, quizá en dirección a Santa María del Mar, la célebre catedral gótica de la ciudad. Han cambiado escenario, si han tenido suerte, por el Hospital del Mar. Hay niños -5 seguro- fallecidos. Atroz.
El día después del atentado es costoso como un mamut. Es tiempo de rezo y de acción, de solidaridad y de acompañar. Barcelona, 25 años después de aquellos Juegos Olímpicos que la presentaron al mundo, se ha despertado soleada pero desolada.
Un trágico hilo la hilvana ya con tantos otros destinos que han sido azotados por la absurdidad del mal, un mal que no es un capricho de la naturaleza, sino que se ha urdido con alevosía y con deseo de perjudicar a cuanto más gente mejor.
Los datos de lo que debería haber sido el atentado son espeluznantes. Si por ahora hay 14 muertos y 80 heridos, además de los 5 terroristas abatidos en la localidad costera de Cambrils, si la bomba que estos querían lanzar en Barcelona hubiera sido activada, la magnitud de la tragedia sería enorme.
Hay tres detenidos, y confusión. Alguno de ellos podría estar relacionado con el ataque, pero no son necesariamente los autores materiales del hecho. Algunos medios de comunicación han mostrado fotos que hieren la sensibilidad: ¿por qué no se respeta a las víctimas y a sus familiares?
La Iglesia ha reaccionado muy rápido: desde parroquias como Santa María del Pi o la iglesia de Belén (justo en las Ramblas) abriendo sus puertas para cobijar a heridos, hasta servicios asistenciales, oraciones, declaraciones, logística y todo tipo de ayuda. El cardenal y arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, estuvo a 12 del mediodía en el minuto de silencio que se ha convocado en la céntrica Plaza Cataluña, a pocos metros de donde inició la pesadilla.
El crespón negro luce ya en varias tiendas y locales. El silencio que se ha adueñado de la ciudad se tiñe, poco a poco, de palabras de aliento. Barcelona llora, pero se levantará, porque el miedo crece si le dejan espacio. Y aquí ya no queda.