El peligro de olvidar tantas cosas que al final olvidemos hasta quien somos
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Malentienden el perdón quienes creen que perdonar consiste sencillamente en olvidar, porque siendo un tipo de olvido no es el más sencillo del mundo y porque es un olvido que implica tener presente y hacer recuento del mal que se perdona. Quien no recuerda lo que se perdona no sabe olvidar lo que no cuenta. Así que el perdón antes que olvidar significa saber olvidar, y lo necesario para saber olvidar es saber recordar el bien que se ama y el mal que se perdona.
Pero si pudiéramos definir de una forma corta e imprecisa la frontera entre siglos en la que vivimos podríamos decir que este mundo, a caballo entre el siglo XX y el XXI, está experimentando el auge galopante tanto de los que olvidan como de los olvidados. Y, posiblemente, unos no existirían sin los otros.
Cuando los movimientos milenaristas proclamaban la nueva llegada de Jesucristo en el año 1000 daban por zanjada toda la historia pasada con el único fin de mirar a un futuro que iba más allá de sus voluntades. Se hubiese hecho lo que se hubiese hecho, el mundo ya no debía mirar más al pasado porque el futuro que les sobrevenía, según anunciaban, daba por clausurada toda posibilidad de redención. De tal manera, que el pasado ya no importaba, sólo el futuro. Debió ser una extraña desilusión y estupefacción ver que, pasada la fecha, dicho futuro no llegaba en la forma en que esos falsos preconizadores del juicio final anunciaban, pero no era menos cierto y sí más alentador hacerse cargo que el juicio del cual los cristianos esperan su llegada no tiene que ver con la suspensión de la vida histórica y el pasado y sí más con un futuro que acoge el tiempo vivido y los recuerdos del mismo.
Algo parecido sucedió en Europa entre los siglos XIX y XX, donde el novelista austríaco Stefan Zweig explicaba que los jóvenes europeos daban por cerrada toda etapa histórica anterior buscando lo nuevo y lo joven como el futuro que para ser tal había de olvidar su pasado. Ser anciano, que era tanto como tener pasado, era un lastre y un síntoma de decrepitud. Y no tan lejos de esa nueva lozanía mata-pasados estaban los jóvenes de las revoluciones de los 60 y 70 cuando querían derrocar toda ley hecha en tradiciones y costumbres.
En este momento que vivimos, tanto los movimientos milenaristas como los audaces hippies norteamericanos quedan demasiado lejos para ser comparables, pero no tanto es el entusiasmo fervoroso que se ve en todos los ámbitos por el rugido de lo nuevo o por el fenómeno de lo constantemente actualizado. Y ahora vemos como parte de la juventud española, por ejemplo, mata a base de olvido y desfase a aquellos otros jóvenes de los 80 de la época de la transición y de la naciente democracia. O como decía la canción de Silvio Rodríguez, arman como propios, “cañones de futuro” que destrozan todo cuanto está por medio con el escaso rédito de ser anticuado.
Quienes olvidan su pasado lastran y etiquetan como olvidados a quienes hablan todavía de él. Posiblemente no existirían los unos sin los otros, porque no hay olvidados si no hay quienes se olvidan de ellos o que toman el olvido, y el olvido más radical, como la acción jovial y desenfada que hará del mundo un mundo nuevo.
Sin embargo, aquellos que pretenden renovar la educación al grito de las nuevas tecnologías o los nuevos nombres de la pedagogía olvidan que su pretendida renovación se basa en la educación que ellos mismos recibieron y que, curiosamente, ni fue tecnológica ni fue pedagógica. Y quizás porque no lo fue es porque inventamos mucha tecnología y nuestro ingenio cultivado de clásicos y memorizaciones era caldo de innovación. Es curioso que los mismos que recibieron una admirable educación en los clásicos, en la literatura, en las matemáticas sin calculadora, en la redacción sin faltas a los dieciséis años o logros por aquel entonces comunes a todos y, cabe decir, nada sobresalientes en esa época, resulta que han declarado que aquel sistema no sirve. Y lo olvidan y dejan como olvidados a quienes aún sin querer mantenerlo todavía apuestan por sus bondades: especialmente a aquellos que les enseñaron y bastante bien en la universidad. Resulta curioso que es ahora cuando los sistemas educativos decaen de forma estrepitosa y lo que era entonces suspender una asignatura y repetir curso, es ahora algo tan impensable como escandaloso. Cuando en el fondo, lo que sólo sucede es que hemos olvidado que eso pasaba y no pasaba nada.
Y pasa lo mismo en la universidad: llena de tecnócratas que hacen de la gestión y de la medidas psicopedagógicas la gran baza de sus puestos tan vacios de conocimiento como de desprecio camuflado por quienes solo están en la universidad como profesores que solo quieren hacer otras muchas tesis doctorales como aquella primera que hicieron sólo que en forma de libros. Cabe añadir que su olvido no les hace, por el contrario, holgazanes, sino más bien hormigas de continuas y nuevas y absurdas medidas.
Creer que sólo lo nuevo es lo que nos va a salvar de nosotros mismos es como creer que uno no tiene pasado, o peor, olvidar la vida vivida para hacerla deforme e invivible en un futuro que se profetiza salvífico pero se intuye terrible. Dicen que no sé que tanto y muchos por cien de los jóvenes universitarios trabajarán en un trabajo que aún no está inventado a día de hoy. Y bajo ese lema, la universidad se afana reptilmente en alcanzar un futuro que ella misma ha descrito como inalcanzable y que no sólo la hace ciega a su propia tesis sino que la hace olvidadiza de lo que significa de verdad la universidad.
Vivir sólo en el siglo XXI y no recordar el XX es empezar el año 1001 creyendo que los otros mil no han existido. Así, que no somos tanto unos ilusos del futuro, sino unos olvidadizos. La diferencia es que no hay posibilidad de olvido si no se sabe qué se olvida, y no se puede aprender a olvidar si no se sabe recordar. Y así olvidamos y tomamos como nuestro el peor de los olvidos: olvidarnos de quiénes somos.