Mi emocionante reencuentro con un gran cura de pueblo
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Acabo de hacer ejercicios espirituales y el buen Dios, que tiene sus propias formas de enseñarnos, me tenía preparada una sorpresa: a la mitad de la semana me encontré con el padre Aristeo.
Hacía como 10 años que no lo veía, me dio mucho gusto reencontrarme con él. Definitivamente los años hicieron algunos estragos en su cuerpo, pero su sonrisa alegre y su mirada compasiva seguían intactas.
Dentro de sus ocupaciones y las mías nos dimos unos momentos para platicar…
– Sergio, vieras qué momentos tan lindos Dios me ha dado… ya soy párroco, estoy en una de la sierra más alejadas, pobres y marginadas de Durango, tengo en total 72 comunidades en mi parroquia, así que he estado bien ocupado.
– Son muchas comunidades, ¿cómo haces para visitarlas todas?
– Pues la verdad hago lo que humanamente me es posible, lo demás se lo dejo a Dios. El fin de semana lo paso en la parroquia, y en cuanto acabo la última misa de domingo preparo mi sotana y comida para salir el lunes antes de que salga el sol; la mayoría de las comunidades están a más de tres horas así que es imposible ir y venir en un mismo día, por lo que he optado por misionar cuatro días a la semana, visito una comunidad por día, aprovecho para dar catecismo, confesar, celebrar la Misa, rezar el rosario, administrar los sacramentos y el resto de tiempo lo paso comiendo y platicando con las familias. Ya en la tarde alguna de esas familias me invita a dormir en cualquier rincón de su casa, y temprano, al día siguiente, salgo a la otra comunidad.
– Padre Aristeo, estoy impresionado por su misión, siendo honesto yo no aguantaría tanto ajetreo.
– Yo tampoco, pero le hice una promesa a Dios y se la tengo que cumplir, así que hasta que Él me llame andaré por donde pueda y como pueda visitando a su pueblo para anunciar su Palabra. Sé que suena difícil lo que te digo, pero aquí entre amigos no es un sacrificio, es una dicha. Fíjate, en una ocasión me dijeron que hasta lo alto de un monte vivía una viuda muy mayor que ya no bajaba al pueblo, así que decidí ir a visitarla. Cuando llegué le ofrecí de unos tacos que me habían dado y se puso muy contenta al comerlos, platicamos como tres horas y al final me pidió que rezara por sus difuntitos. Cuando me despedí le di un abrazo a esta abuelita y se puso a llorar, sus ojitos estaba bien llenos de lágrimas, ya más tranquila me dijo que tenía mucho tiempo que no la visitaban y menos le daban un abrazo, pero lo que más tengo gravado en el corazón es que cuando se despidió me comentó: “No creo que sea usted el párroco, usted es Dios, sólo que no me lo quiere decir”. Todavía la recuerdo diciéndome adiós desde la puerta de su casa, terminé por llorar yo también.
Cuando hablaba escuchaba a un sacerdote feliz con su misión y pensaba en lo mucho que me falta para ser como el padre Aristeo, y se lo dije:
– Padre, me emociona mucho todo lo que haces.
– Sergio, experiencias como esta son las que me llenan de ánimo para seguir predicando allá donde necesitan de Dios. Tú también eres sacerdote, recuerda que las personas no te ven a ti, no te buscan a ti, ellos necesitan a Dios, sonríe mucho, comparte, haz el bien, y graba en tu corazón que mucha gente no leerá otro evangelio más que tu vida…
Cuando le di un abrazo para despedirnos, se fue de la casa de ejercicios sonriendo. Todavía recuerdo la esperanza que irradiaba, la paz que transmitía y la ternura de sus ojos que sin duda son reflejo sincero e indiscutible de que en el corazón de este buen cura de pueblo habita Dios.
Qué ejercicios espirituales tan increíbles… estoy seguro que el buen Jesús me envió a este buen sacerdote para mostrarme cuál es el camino de mi vocación.
Así que regreso a la misión con mi alma llena de anhelos, que estoy seguro que con la ayuda de Dios podré cumplir hasta que Él me llame. Mientras quiero andar por donde pueda y como pueda anunciando su Palabra.
Gracias padre Aristeo, pido por ti y por todos los sacerdotes, religiosas y religiosos del mundo que están por allí en alguna sierra, desierto, pueblo o ciudad llevando la alegría del Evangelio.
A ustedes nunca los reconocerán, ni les aplaudirán, y cuando mueran nadie sabrá que existieron, pero su entrega quedará marcada en la vida de todos los que emocionados esperaban encontrarlos por los caminos para verlos sonreír y sentirse amados.
Estoy convencido, como aquella abuelita de la montaña, que es el mismo Dios que los toma para ir a visitar a su pueblo, ¡Dios bendiga sus pies cansados!