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Maltrataba a mi marido, pero Dios salvó mi matrimonio 

VIOLENCE

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Redacción de Aleteia - publicado el 22/06/17

En un concierto con miles de personas -nunca voy a olvidar ese día-, lo golpeé  por primera vez, dejándole marcas...

El amor es paciente, es bondadoso.
El amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso,
no es arrogante, no se porta indecorosamente;
no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal recibido.
El amor no se regocija de la injusticia, sino que se alegra con la verdad.
Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor nunca deja de ser…
2 Corintios 13, 4-8

Al iniciar esta historia que hoy les comparto, a casi ya cuatro años de vivir el dolor de una separación, justo en el que debería ser el momento culmen de mi vida como mujer plena y realizada, vuelvo a revivir aquellos momentos en los que mi orgullo y soberbia me tenían cegada. ¡Qué caro iba a pagar el precio de mi arrogancia!

En México se da mucho la violencia de género, pero hay mujeres que ejercemos la violencia…

Corría el mes de febrero de 2013 y me encontraba en los últimos preparativos previos a mi boda. Un año antes había reservado la catedral más hermosa de mi ciudad, que solo la gente con muy alto poder adquisitivo podía pagar. Había escogido un vestido hermoso de diseñador que había mandado traer de España. Tenía el mejor banquetero, vino, flores,… lo mejor de lo mejor.

Porque al ser hija única y con un gran empleo, podía darme el lujo de gastar en eso y más; pero sobre todo por mi gran orgullo, control y poder. Tantas veces dije: mi boda tiene que ser mejor que la de mis amigas. ¡Qué equivocada estaba! Había puesto toda mi atención en los detalles más finos, menos en lo que realmente importaba: el hacer a Cristo el centro de mi vida y por ende de mi matrimonio.

Años atrás, durante nuestro noviazgo, comencé a presionar a mi esposo para vivir en unión libre, al ver que todas mis amigas lo estaban haciendo y aparentemente parecía algo normal. Decidí imitarlas diciendo: si ellas lo hacen ¿por qué yo no?

Mi esposo nunca estuvo de acuerdo, sin embargo cedió a mis exigencias por miedo a mis reacciones. Sí… mi esposo me tenía miedo. Para él fueron dos años de vivir en el infierno previo a nuestro matrimonio. La mujer contenciosa de la cual se habla en el Antiguo Testamento se queda corta con la mujer que fui.

Tenía un empleo como gerente de mercadotecnia con un sueldo muy superior al estándar promedio que se cobra en una gerencia en México. Ganaba cuatro veces más que mi esposo.

Y cuando digo que le hice vivir el infierno durante esos dos años me refiero a todo el mal psicológico y físico que infringí en él. Y él, por su parte, siempre callado… De los siete días de la semana, peleábamos seis. Cada vez que teníamos un enfrentamiento, me decía: ¿cuándo será la semana que no discutamos?

Algunas veces yo lo golpeaba y otras me azotaba yo misma contra la pared llorando y gritando porque no cumplía mis caprichos. Fui muy celosa. Cada vez que me daba cuenta que mi esposo agregaba a alguna mujer (llámese amiga de la infancia o familiar) en su red social, le reclamaba y le exigía que la eliminara. Y él para tenerme contenta lo hacía.




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Algunas veces le provoqué problemas en su trabajo y estuvieron a punto de correrlo. Un día en un concierto con miles de personas -nunca voy a olvidar ese día-, lo golpeé  por primera vez, dejándole marcas.

Muchas personas se daban cuenta y él siempre me justificaba. Otras ocasiones le prohibía salir con sus amigos porque para mí no eran personas aptas; incluso le llegué a prohibir ver a su familia, llegué a odiar a sus padres haciéndoles muchos desprecios y groserías. Todo esto era una bomba de tiempo que pronto iba a explotar.

Ante la sociedad, vivimos de apariencias. En mis redes sociales siempre hacía publicaciones con fotografías en donde demostraba una enorme felicidad, pero detrás de esas imágenes solo había dolor, manipulación y control, mientras el mundo le daba like a nuestras publicaciones y se hinchaba mi ego por competir con mis amigas. Yo estaba cayendo en un pozo sin fondo.

A mis padres yo les había ocultado que estaba viviendo en unión libre, pues había crecido en una familia de valores y su lema era siempre: ¡Haz las cosas bien!

¿Cómo? su única hija, la de los grandes honores universitarios, ¿iba a hacer todo lo contrario? Me iban a juzgar, así que durante más de dos años oculté muy bien que vivía ya con mi futuro esposo, estaba ya faltándole a Dios en el cuarto mandamiento, deshonrando a mis padres. “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días sean prolongados en la tierra que el Señor tu Dios te da”. Éxodo 20:12

Las palabras de mi esposo siempre eran: no estamos bien. En el fondo, él no quería llegar al matrimonio así. Sin embargo decidió continuar con todos los preparativos de la boda. Incluso meses antes me llegó a decir que en confesión el sacerdote le había dicho que estábamos viviendo en fornicación y que eso a los ojos de Dios no estaba bien

Pero yo, como siempre, respondía de mal humor y enojada. Incluso me atrevía a comulgar cada domingo, sabiendo que no podía hacerlo. Pobre de mí, me estaba comiendo mi propia condenación, y créanme que no me alcanzará la vida para reparar por tan gran pecado a Nuestro Señor.

Un “sí quiero” vacío

Y llegó el gran día que tanto esperaba. Pero tengo que confesar que aunque todo estaba listo para mi boda sentía un gran vacío. Y ese vacío era por no hacer la voluntad de Dios, sino que en todo momento hice mi voluntad.

Siempre he escuchado que Dios respeta nuestro libre albedrío y nuestras decisiones aun cuando no lo tomamos en cuenta en ellas; nunca tuve pláticas prematrimoniales y tampoco tuvimos retiro prematrimonial.

Nuestra boda fue de cuento de princesas en que se suponía que al final de la historia viviríamos felices para siempre, ¡qué gran error!

Nos casamos. Y recuerdo que lo primero que me dijo mi madre fue que cuando estaba frente al altar haciendo mis promesas matrimoniales ante a Dios y teniendo por testigo a su hijo consagrado (sacerdote), había sentido mi respuesta simple y vacía.

¡Qué tristeza tan grande!

Llegué al altar con mis manos vacías. Tenía un vestido lujoso de encaje fino pero en mi corazón no había nada para ofrecer a Jesús. Los que se suponía eran invitados de honor, Jesús y la Virgen María, no habían sido invitados. Los había echado a un lado. Sin embargo, en ese momento estaba cegada y eso, créanme que no pasaba por mi mente.

Tiempo más tarde leí en un artículo del papa Francisco que lo importante no son los preparativos de la boda, eso es lo de menos, lo importante es el sacramento del matrimonio, que es lo más semejante a la Eucaristía.

Después de nuestra boda, mi esposo llegó a pensar que yo iba a cambiar, pero nada de eso pasó. Seguí cometiendo los mismos errores y peor aún, lo dejaba solo los fines de semana y corría a casa de mis padres. Mi excusa era “no soporto la ciudad, necesito cambiar de aires”.

La mujer sabia edifica su casa, mientras la necia con sus propias manos la destruye (Provervios 14,1). Y en efecto cada vez la destruía, mas solo era cuestión de tiempo.

Habían pasado solo 4 meses de matrimonio cuando tuvimos una discusión por Whatsapp donde lo ofendí hasta el cansancio. Fue el momento oportuno para decir “basta, ¡estoy harto de esto!

Los días siguientes a esa discusión fueron sombríos. Él estaba distante. No me dejaba tocarlo. De su boca ya no salía un “te amo”. Le pedí disculpas pero no era suficiente, ya lo había herido mucho.

Seguían pasando los días y él ya no solo era distante, su mirada estaba vacía, perdida. Vivíamos en la misma casa pero él había decidido dormir en otra habitación. No me tocaba, ya no había intimidad, éramos dos extraños. Algunas veces yo veía que cuando se levantaba para bañarse se metía su teléfono al baño. Pensaba que era porque escuchaba música, pero esa no era su costumbre.

Me había anticipado que ya no quería vivir conmigo. Sin embargo llegué a pensar que era porque seguía enojado y que como otras veces eso iba a pasar.

Por mi parte comencé a acudir al psicólogo, tomé terapias, le confié mi vida a un extraño. Seguía sacando a Dios de mi vida. Así dice el Señor: Maldito el hombre que en el hombre confía, y hace de la carne su fortaleza, y del Señor se aparta su corazón (Jeremías 17,5)

Y así paso todo un mes, cuando de pronto llegó un día después del trabajo y me dijo: “Mañana me voy de aquí, conseguí un lugar donde irme”. Nunca se habló de divorcio. Incluso llegué a pensar que era pasajero y que solo necesitaba tiempo. Lo acepté e inmediatamente se lo dije al psicólogo y él me dijo que tenía que dejarlo libre y así lo hice, respeté su decisión.

A las dos semanas de que él se había ido, en mi trabajo me comunicaron que estaban haciendo recorte de personal y que desafortunadamente yo estaba en esa lista. Cuando eso sucedió, caí en shock: no sólo había perdido a mi esposo, ahora también perdía mi trabajo, ¿qué mas faltaba?

De pronto me quedé como Job… pero como estaba tan cegada, comencé a reclamarle a Dios por todo lo que estaba viviendo. Vivíamos frente a una parroquia y en lugar de hacer oración solo me la pasaba reclamándole a Dios por mi situación; haciéndole preguntas tontas, del por qué yo estaba viviendo eso.

Era lógico lo que estaba sucediendo. Estaba cosechando lo que había sembrado. Era hora de pagar la factura a un alto precio. Mi vida se desmoronaba, tuve que decirles a mis padres mi situación y no solo eso, sino que fui la comidilla de todos mis “amigos”… La gente llegó a decir: “Tanto lujo de boda para nada”. Sentía tanta vergüenza… porque tenían razón.

Ante mi desesperación comencé a buscar las soluciones fáciles y rápidas, cartas, hechicería, pociones, amarres, velas,… en una palabra, idolatría.

“Cuando entres en la tierra que el Señor tu Dios te da, no aprenderás a hacer las cosas abominables de esas naciones. No sea hallado en ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, ni quien practique adivinación, ni hechicería, o sea agorero, o hechicero, o encantador, o médium, o espiritista, ni quien consulte a los muertos” (Deuteronomio 18, 9-13).

Yo quería que mi esposo regresara a toda costa. En esos meses aún continuaba teniendo comunicación con mi esposo pero solo era para darme dinero o llevarme alimentos. Llegué a pensar que tal vez me estaba siendo infiel, pero como muchas veces lo había pensado y nunca había sucedido nada, pensé: quizás es producto de mi imaginación.

Él seguía siendo frío y yo solo lloraba y me desesperaba. Los fines de semana me iba a casa de mis padres a buscar consuelo y él acudía a nuestra casa a alimentar a nuestra mascota. Algunas veces él se quedaba cuando yo no estaba, hasta que un día en mi arrebato y desesperación cambié la cerradura de la puerta, aconsejada por mis amigos; nunca hubiera hecho eso, solo desperté más odio hacia mí.

Estando en un retiro, sentí la necesidad de buscar a los padres de mi esposo y pedirles perdón. Así comencé a acercarme a ellos, siendo humilde, pues en mi corazón sentía que debía humillarme ante ellos y pedir misericordia.

Inmediatamente mi esposo, al enterarse de eso, comenzó a agredirme con mensajes: “¿Ahora sí quieres estar con mi familia, cuando muchas veces los rechazaste, reproche tras reproche? En ese momento mi esposo ya era como un desconocido, había sido presa de un secuestro espiritual.

Al no encontrar trabajo, decidí regresarme a vivir con mis papás. Habían pasado dos meses desde que él se había ido. Llegó Navidad y fue muy doloroso pasar mi primera Navidad y cumpleaños sin mi esposo. Por su parte mi familia me presionaba para que solicitara el divorcio pero yo me quedaba callada.

En enero encontré un empleo temporal de seguros y viajaba constantemente a la ciudad. Tuve algunos encuentros con mi esposo pero las cosas seguían igual y yo volvía a caer en desesperación.

A mediados de ese mes recibí un mensaje a través del chat de una red social en que un hombre me escribía que mi esposo le había quitado a su novia. Rápidamente confronté por teléfono a mi esposo y él no lo negó, me dijo que solo le gustaba y que había salido en grupo de amigos con ella. Me paralicé y comencé a buscar.

Y lo que encontré fue muy doloroso. Llegué a hablar con sus papás, los cuales se mostraron muy apenados por las acciones que había cometido su hija. Mi esposo interactuó con la familia de ella, a tal grado de mentirles diciéndoles que era soltero, aunque ella sí sabía de mi existencia.

Era una mujer que había conocido en su trabajo 12 años más joven que él. No la voy a culpar puesto que ella solo fue el instrumento. Ruego a Dios que en su infinita misericordia le perdone sus pecados. No cometerás adulterio (Éxodo 20:14).

Al descubrir la verdad, ya nada podía hacer. Por una parte sentía la necesidad de luchar por recuperar a mi esposo y por otra solo quería dejar de vivir. La última sesión que tuve con el psicólogo fue para contarle lo que había sucedido. Me miró y solo respondió: “lo que hizo tu esposo es normal en muchas culturas del mundo, no te agobies y deja fluir”. Me quedé estupefacta y decidí no volver.

A la par había también comenzado a tomar sesiones de reiki, otra mala decisión, esta vez por consejo de una compañera de trabajo que sabía de la infidelidad de mi esposo y que incluso solapaba. En el reiki conocí a una persona que supuestamente se comunicaba con los ángeles y ella llegó a describirme la mujer con la que estaba saliendo mi esposo, pero me negué a creerle.

Una de las circunstancias que me obligaron a regresar a casa de mis papás fue una crisis de ansiedad que tuve, en donde los efectos del alcohol hicieron estragos en mí. Ese día fue el más humillante de mi vida. Fui a dar al hospital y toda la noche insistí para que mi esposo fuera a verme, pensando que tal vez causándole lástima regresaría. A toda costa quería de vuelta a mi esposo. Estaba luchando con mis propias fuerzas y por supuesto mi voluntad imperaba.

Terminé el reiki, terminé de ver al psicólogo, dejé el trabajo y yo seguía igual. Así que comencé a visitar a Jesús en el sagrario con un grupo de oración y fue ahí en donde me dijeron: lo que estás buscando solo lo vas a encontrar aquí y es gratis. Estaba acercándome a Dios, iba a misa todos los días, pero aún reinaba mi voluntad y mi purificación aun no había comenzado.

A mediados de marzo del 2014 encontré un trabajo temporal y debía mudarme nuevamente a la ciudad. No tenía donde vivir así que en mi insistencia de querer recuperar a mi esposo y no dejarlo en manos de otra mujer, llegué a vivir a casa de mis suegros, donde él ya vivía. Otra vez estaba luchando con mis propias fuerzas y no estaba dejando actuar a Dios.

Fue una semana muy difícil en que mis suegros se sentían entre la espada y la pared. Yo no les había dicho nada a mis padres. Nuevamente les había mentido. Cada día que pasaba mi esposo me corría, me insultaba y yo permanecía callada. Para mí era un extraño. Ya no era el hombre humilde, amoroso y sumiso que yo había conocido. Era ya un monstruo.

Yo salía por las mañanas esperando que mi esposo recapacitara pero eso no sucedía. Al cabo de una semana mi esposo se armó de valor y se comunicó con mis papás diciéndoles que yo estaba en su casa y que era necesario que fueran por mí porque ya no me quería ahí.

Se imaginan el dolor tan grande de mis padres… Por un lado les había mentido y por el otro aquel hombre en quien habían confiado la vida de su hija les decía que ya no la quería. Fue un momento muy doloroso el día que mi madre fue a buscarme aconsejada por un sacerdote.

Mi mamá llegó, y yo me resistía a irme. Ese día me sentí en medio de lobos en donde todos me atacaban con reproches. Por un lado mis suegros y por el otro diciéndome mi madre que no tenía dignidad. Nadie me defendía. Con lágrimas tomé mi maleta y me fui de ahí. Lo último que le dije a mi esposo fue que si ya no me quería en su vida eso tendría.

Comienza el proceso de purificación

Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite” (Lucas 24). Para llegar a la resurrección es necesario vivir el calvario. Paradójicamente estábamos en Cuaresma y ya se acercaba la Semana Santa.

Un día acudí como todas las tardes a mi hora santa y como siempre al terminar me quedé a misa. Lo que iba a vivir jamás lo olvidaría, me atrevo a describirlo como una experiencia mística no sin antes haberlo consultado con un experto e investigador en milagros eucarísticos y mi confesor de ese momento.

Al llegar el momento de recibir a Jesús eucaristía, tuve la sensación en mi lengua de recibir un pedazo de carne que latía, vibraba; no tengo palabras para describirlo, se me eriza la piel de solo recordarlo, mi corazón ardía de felicidad pero al mismo tiempo no pude articular una sola palabra durante dos días.

Pasaron semanas y por segunda ocasión volví a tener la misma experiencia. Consulté los milagros eucarísticos que ha habido en el mundo así como místicos que han vivido algo parecido a lo que yo viví. Después de haber investigado caí en tierra y dije: “Señor mío y Dios mío, perdóname por haber dudado de tu presencia real en la eucaristía“.

Fue en ese momento cuando me abandoné en sus brazos amorosos y aunque mi lucha seguía por la restauración de mi matrimonio ahora lo único que me importaba era amar a Jesús. Y comencé a buscarlo, quería conocerle.

Él lo dispuso todo en mi camino para iniciar mi proceso de conversión. Encontré grupos de apoyo para matrimonios, buscaba prédicas en Youtube, conferencias de sacerdotes, películas de vidas de santos.

Un día, en la festividad de mi gran intercesora santa Rita de Cascia le pedí que tomara a mi esposo como suyo y así fue. Ese día le dije: “dame una muestra de ese pacto y recibí una rosa blanca que hoy por hoy conserva su aroma como si fuera fresca”.

De mi esposo me alejé por completo, cambié mi número telefónico y estuvimos sin comunicación durante cuatro meses. Mi primer aniversario de bodas lo pasé separada. Ese día un sacerdote amigo de la familia me mandó decir que pidiera la nulidad de mi matrimonio. Yo solo guarde silencio y me dirigí a ver la película La pasión.

Habían pasado 10 años del estreno de esa película y yo nunca la había visto ni siquiera por morbo, pero ese día algo me ligó a ella, y comprendí que mi dolor era nada en comparación con lo que Cristo había padecido por nosotros. Por primera vez estaba comenzando a aceptar la voluntad de Dios, sin miedo, sin desesperación, mi corazón comenzaba a tener paz.

Durante ese tiempo sin comunicación, yo llegué a pensar que mi esposo se la estaba pasando muy bien con la otra mujer. Sin embargo no fue así. Dios estaba actuando en él. También le quitó todo: trabajo, dinero,… Lo quebrantó, comenzó a verse desesperado.

Tengo que ser honesta: en algún momento sentí miedo de volver a tener comunicación con él, sin embargo un día llamé a mi suegra para felicitarla por su cumpleaños y él se enteró. Comenzó a buscarme. Aunque al principio fue muy frío, poco a poco comenzó a tener más interés por mí, para él era raro el escucharme feliz, tranquila, con paz.

Un día no resistió y se atrevió a preguntarme por qué era tan feliz y él no podía serlo, y yo solo contesté: “porque mi vida ahora le pertenece a una sola persona“. Él llegó a pensar que se trataba de otra persona, incluso me pregunto quién era esa persona y yo respondí: lo conoces y se llama Jesús, aquel hombre que murió por ti y por mí.

En ese momento no supo qué responder. Tal vez llegó a pensar que estaba loca, pero eso ya no me importaba. Fue difícil porque de pronto venía y se alejaba, me buscaba y dejaba de hacerlo. Algunas veces me sentía usada y volvía a desesperarme. Sin embargo me daba cuenta de que estaba otra vez queriendo depender de mi propia voluntad y no confiando en Dios.

A principios de noviembre llegó a mis manos un documento sobre la consagración al Inmaculado Corazón de María y decidí consagrarme, con una preparación de 33 días. Para mí tomar el rosario cada día se había convertido en una ofrenda de rosas a María.

Durante la preparación para la consagración, rogué a María su intercesión pero ante todo que no se hiciera mi voluntad sino la voluntad de Dios, que yo no quería que mi esposo regresara a mí, sino que regresara a Dios. Esas palabras durante mucho tiempo las repetí en el sagrario.

Y llegó el día de mi consagración a su inmaculado corazón. Tres días después mi esposo me pide perdón y me pide regresar con él.

Han pasado ya dos años de ese maravilloso día que nunca pensé que llegaría. Me había rendido a la voluntad de Dios de aceptar lo que él quisiera para mí. Incluso llegué a pensar en ser una laica consagrada pero Dios en su infinita misericordia tuvo compasión de mí.

A lo largo de este tiempo muchas personas que han vivido la misma situación que yo viví se han acercado para preguntarme qué fue lo que hice para restaurarme.

Algunos hermanos llegan a pensar que existe una fórmula mágica pero créanme que así pases toda tu vida de rodillas, con mil rosarios, oraciones de liberación, sanación, novenas, o pertenezcas a algún grupo de ayuda, si tu corazón no se rinde a la voluntad de Dios e inicias una verdadera conversión difícilmente dejarás actuar al Señor.

Mi proceso de conversión aún no termina, cada día es un nuevo comienzo y una nueva oportunidad. Debo ser honesta: algunas veces vuelvo a caer en la ira o el egoísmo pero recuerdo que soy frágil y pido la ayuda a Dios para que tome mi voluntad y me dé la suya.

Actualmente estoy en un proceso de sanación y reparación con un gran guía y director espiritual monseñor Salvador Herrera, y estudio Divina Voluntad. Mi matrimonio cada día se fortalece mas, he visto las grandes bendiciones y los dones del Espíritu Santo que he recibido para honor y gloria de Dios. Sé que Él aún no termina. La única manera de regresarle a Dios todo lo que ha hecho en mí es compartiendo mi testimonio que espero sea de gran edificación.

Mi historia aún no termina, recién ha comenzado…

FIAT.

Por Ary Caspeta Alemán

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