La mayor pasión de san Juan Francisco Régis era reconciliar a un pecador con Dios
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En 1806, un seminarista con dificultades hizo una peregrinación a una remota aldea en los Alpes franceses. Anhelaba convertirse en sacerdote, pero todo el deseo del mundo no parecía mejorar lo suficiente su rendimiento como estudiante. Arrodillado ante la tumba de san Juan Francisco Régis, el joven puso su vocación en las manos de este gran sacerdote. Más de medio siglo después, en su lecho de muerte, san Juan Vianney confesó el testimonio y la intercesión de san Juan Francisco Régis: “Todo lo bueno que he hecho se lo debo a él”.
Nacido en Francia en 1597, Régis era extraordinariamente santo desde la infancia. No tenía interés por los juegos de niños y prefería contemplar las cosas de Dios. Sensible y devoto como era, logró no ser insufrible con sus compañeros y caía bien a todos. A los 19 entró en la orden jesuita y empezó a prepararse para un ministerio sacerdotal que salvaría miles de almas.
Aunque deseaba ir a los campos misioneros de América del Norte, para dar su vida como lo hiciera Isaac Jogues, Régis fue enviado a las misiones en Francia.
En los años desde la Reforma protestante, muchos católicos franceses se habían convertido al protestantismo. Otros estaban tan desencantados por las Guerras de religión que habían abandonado por completo el cristianismo. La pobreza había forzado a innumerables mujeres a ejercer la prostitución y muchos pueblos carecían por completo de sacerdotes (a menudo porque los lugareños los habían matado o expulsado y luego quemado la iglesia…).
Muchos de los sacerdotes que sí permanecían eran incultos, por desgracia, ya que habían sido ordenados con prisas para reemplazar a los miles de martirizados.
Parecía una situación desesperada, pero el padre Régis sabía que Dios había hecho grandes cosas con instrumentos más pobres, así que no mermó su decisión. Empezó a alimentar a los pobres y a cuidar de los enfermos, y al poco ya se reunían grupos para escuchar sus sermones. Con su predicación sencilla y poderosa se multiplicaron las multitudes.
Después de una misión parroquial en Sommières, un pueblo casi por entero protestante, casi todos los habitantes volvieron a la fe católica.
Todos los veranos, el padre Régis trabajaba en la ciudad, predicando, escuchando confesiones y atendiendo a los pobres. Como san Vital de Gaza, tenía un ministerio particular con las prostitutas, llamaba con fuerza a las puertas de los burdeles y reclamaba que pusieran a las nuevas “reclutas” bajo su custodia.
A veces, cuando veía a alguna mujer siendo víctima de un atacante, se tiraba sobre el asaltante, librándola de sus garras y recibiendo él mismo los golpes del malhechor.
Esta labor de rescate de víctimas de trata de personas no le ganó muchas amistades. Más bien, Régis recibía frecuentes amenazas de muerte, muchas de las cuales resultaban en ataques de verdad. Cada vez, su vida se salvaba, ya por la Providencia o directamente por un milagro.
Estableció un refugio para mujeres rescatadas, les facilitó formación en tejeduría de encajes para que pudieran ser independientes económicamente, fundó un grupo de mujeres caritativas y, milagrosamente, multiplicó los cereales para alimentar a los pobres.
Pero, por encima de todo, predicaba y escuchaba en confesión durante horas y horas, con el amoroso placer de poder reconciliar a un pecador con Dios.
La misión de Régis no era solo con los pueblos; el joven que había deseado evangelizar en los campos helados de Canadá disponía también de abundante nieve en los Alpes franceses. Pasaba los veranos en los pueblos, pero los inviernos iba de “senderismo”.
Salía a las primeras horas de la mañana, escalaba montañas, avanzaba a través de nieve a la altura de la cintura y llegaba a todos los pueblos montañeros sin pensar en comer ni descansar. En vez de eso, se dirigía directamente a la iglesia para escuchar las confesiones.
En uno de esos viajes, especialmente peligroso, el padre Régis resbaló y se rompió una pierna. Apoyado en su compañero, consiguió llegar al pueblo, donde rechazó la ayuda del médico para poder pasar unas cuantas horas en el confesionario. Cuando salió, varias horas después, la grave fractura de su pierna se había curado.
Tanto en el campo como en la ciudad tenía un gran éxito como predicador. Dormía poco y comía menos y le encantaba sentarse en el confesionario durante muchas horas al día. El padre Régis sabía que en la confesión un sacerdote es las manos de Cristo sosteniendo a los pecadores para no caer al abismo de la condenación, así que nada podría sacarle de su sagrado deber.
Fue este compromiso el que terminó por matarle. Atrapado en una ventisca, el padre Régis había enfermado por el frío, pero se negó a descansar cuando todavía había almas esperando. En vez de eso, continuó predicando y escuchando confesiones hora tras hora hasta que por fin se desmayó en el confesionario. Cuando volvió en sí, insistió en escuchar más confesiones hasta que perdió de nuevo el conocimiento dos horas más tarde.
Finalmente, el 31 de diciembre de 1640, falleció igual que había vivido: totalmente volcado en favor de las almas de los demás.
El 16 de junio, festividad de san Juan Francisco Régis, pidamos su intercesión por los sacerdotes. Que Dios conceda a nuestros sacerdotes un profundo amor por los sacramentos y por las almas, y el valor de abrir sus corazones de amor al prójimo. San Juan Francisco Régis, ¡ruega por nosotros!