Me alegra ver que son capaces de dar la vida, y no retienen nada entre sus dedos…
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Siempre en Pascua me gusta pensar en la fuerza de la Iglesia primitiva. Una Iglesia en camino, desinstalada y libre. Una Iglesia que no tenía nada que defender, porque no poseía nada. El Espíritu Santo sigue hoy actuando. En mí y en todos. Pero al mirar a esos primeros cristianos siempre me conmueve su fe, su fortaleza, su pequeñez. Una Iglesia pobre y sin derechos.
Decía el P. Kentenich: “Hay una diferencia enorme entre decir: – Soy una nada y no puedo nada y sentirlo efectivamente en carne propia. Esta última vivencia es fruto de la acción del Espíritu Santo. Cuando Él actúa, nuestra naturaleza se percibe a sí misma en toda su pequeñez. Y siente que no tiene nada que ofrecerle a su Creador, salvo el anhelo de Dios que le consume el corazón”[1].
Así quiero sentirme. El Espíritu Santo lo puede hacer en mí. Miro hoy a esos cristianos del comienzo con sus manos vacías. Son los testigos de aquel Pedro que escuchó al gallo cantar tres veces y lloró con amargura.
Son los enviados por aquellos hombres que habían huido de la cruz, escondiéndose por miedo a los judíos. Son los confesores de los discípulos de Emaús alcanzados por Jesús cuando huían tristes. Son los testigos de la cobardía de unos pocos.
Son los que revelan el rostro de un Dios muerto en la cruz. Son los apasionados por un hombre que había muerto entre malvados. Son los entusiastas defensores de la vida eterna dispuestos siempre a perder la propia vida. Son hombres débiles, heridos, pero con el corazón bien puesto en Dios, y no tanto en la tierra.
Me gusta esa Iglesia libre y pobre. Enamorada y fiel. Apasionada y mártir. Me alegra ver que son capaces de dar la vida, y no retienen nada entre sus dedos.
Tal vez no son tan ortodoxos en todos sus pensamientos. Pero sí son fieles a su primer amor. Tienen el corazón enamorado. Y una mirada pura sobre la vida. Siempre fieles. Siempre alegres.
Me impresiona esa actitud interior. Me conmueve verlos tan libres de apegos. Y tan atados al mismo tiempo en muchos corazones. Tan capaces de darlo todo y a la vez viviendo con intensidad la vida que les toca. Disfrutando la belleza del camino, sin temer el futuro. Y dispuestos a descansar para siempre en el corazón de Dios.
Esa forma de vivir me impresiona y me enamora. ¿Seré yo capaz un día de vivir de esta manera? ¿Seré tan libre como para vivir con mi corazón anclado en el de Cristo?
Ellos creen más en Dios que en sus fuerzas. Y por eso tienen tanta fuerza sus palabras: “Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil”. Son creíbles. Porque lo que dicen y lo que viven está en consonancia.
Por eso no temen el descrédito. Ni se asustan al llegar momentos difíciles. No se dejan amargar por las críticas y los juicios. Se levantan con paz cada vez que caen y fracasan. Sus palabras tienen el fuego de los enamorados. Y son auténticas y veraces.
Y la verdad siempre toca el corazón: “Estas palabras les traspasaron el corazón”. Traspasados por sus palabras. Como yo al escuchar su testimonio. Tocados en lo más hondo por la verdad.
Me conmueve ver su fidelidad en medio de los fracasos. Cuando no es posible hacer nada para solucionar lo ocurrido. Cuando sólo queda cambiar de vida para seguir nuevos pasos.
La conversión del corazón me da luz. Parece algo tan grande… Mi corazón no se convierte del todo. Sigue endurecido. Quiero convertirme y mirar a Jesús en su verdad. Saber quién es.
Pedro no lo sabía, no lo conocía en su verdad cuando lo negó tres veces. Dice Jean Vanier: “Por eso dice que no lo conoce. Es verdad. Él no conocía a Jesús tal como era. Jesús vulnerable. ¿Conocemos nosotros a Jesús vulnerable? ¿Jesús escondido en las personas vulnerables? ¿Cuál es nuestra visión de Jesús?”.
Mi conversión tiene que ver con ese Jesús que conozco y del que estoy enamorado. ¿Qué espera de mí Jesús cuando me mira? Muchas veces no lo sé y pienso que espera otras cosas. Creo que me pide ser perfecto, hacerlo todo bien, ser siempre bueno. Creo que me quiere para otras cosas. Y veo que no es posible.
Entonces le miro de nuevo. Y veo que Jesús me quiere a mí en mi verdad. Y yo me olvido tantas veces. Me quiere pobre y libre. Con mis manos vacías. Me quiere enamorado, dispuesto a dar la vida.
Yo sigo a ese Jesús cuyo rostro a veces confundo. Sigo a ese Jesús que se esconde en los vulnerables y Él mismo no es poderoso. Es pobre. Está herido. Muere solo y abandonado. Su dolor me duele profundamente a mí que también estoy solo y herido.
Ese dolor me hace pensar que yo no valgo. Que no puedo dar la vida. Que no soy capaz de ser tan fiel como Él lo fue. Por eso me detengo en sus apóstoles y en su vulnerabilidad. Me quedo pegado en sus negaciones.
Ellos fueron convertidos en Pentecostés. Fueron cambiados sus corazones pobres. No dejaron de estar heridos. Eso lo sé con certeza. Seguían sus heridas abiertas. Pero no dejaron de caminar. No temieron mostrarse vulnerables. Eran pequeños, lo sabían. No tenían fuerza ellos solos.
Por eso creían en el poder infinito de Jesús. Como los pastorcillos en Fátima. Ellos también se sentían tan frágiles. Tan incapaces. Pero tenían una certeza, ellos podían acompañar a Jesús. Y cargaron el mundo sobre sus hombros.
Le decía Francisco a Lucía: “Me gusta más consolar a Jesús”. Y es lo que hizo en su corta vida. Acompañar a Jesús en su dolor. Y así los pastorcillos fueron testigos de lo que hoy escuchamos: “Si, obrando el bien, soportáis el sufrimiento, hacéis una cosa hermosa ante Dios”.
[En la imagen, abraza al papa Francisco en Brasil el niño Nathan de Brito, imagen viva de una Iglesia libre, pobre, apasionada,… aunque tú puedes pensar en esa persona que te hace sentir que Jesús debía ser algo así]
[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu