Aceptarme es el camino de mi felicidad
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Cada vez que se ensancha el horizonte frente a mi mirada, mi corazón también se agranda. Lo experimento muchas veces. Y también sé que cuando me encierro me vence la tristeza. O vivo pendiente de lo que me obsesiona. Dejo de mirar más allá del dolor que me aqueja. Y mi corazón se endurece. Se vuelve pequeño.
Me miro sólo a mí. Me creo el centro de todo. Vivo volcado muy dentro. Inquieto y meditabundo. Angustiado por algo que no controlo. Abrumado por las emociones que no manejo. Pendiente de lo que todavía me puede salir mal. Agobiado por lo que no resulta según tenía previsto.
Puede ser que siga sin aceptar del todo la contingencia de mis pasos. La pobreza de mi vida. La vulnerabilidad de mi alma. Mis alegrías se vuelven pequeñas. A veces como esas flores que surgen en el campo y mueren prontamente. Sin dar tiempo casi a mirar su belleza. Mi risa breve y corta surge abruptamente y muere de repente.
Quiero una alegría más honda y una despreocupación más santa. Una sonrisa eterna. Una mirada libre que no se detenga en cruces posibles. Sino que vuele más alto buscando horizontes casi imposibles.
El otro día leía: “Cuando explico que no es posible centrarse en Él sin desprendernos del mundo, frecuentemente tropiezo con críticas, incomprensión y oídos sordos. Suelo experimentar una impotencia ante la imposibilidad de hablar sobre la relatividad de la vida. Sólo se desea oír hablar de Dios en la medida en que se le puede incorporar a nuestro mundo, a nuestro proyecto de vida de manera inofensiva o con sólo pequeños cambios. Se pretende que Dios sea útil a nuestro mundo. Pero cuando hablo de lo efímero del mundo, del sufrimiento, del sentido del sacrificio y de la renuncia, se difunde el miedo“[1].
Y me veo reflejado en esas palabras que expresan mis límites. Mi deseo de hacer eterno lo pasajero. Encajar a Dios en mi vida. Y olvidar esa eternidad que en el fondo de mi nostalgia más profunda, anhelo de verdad. Colocar a Dios dentro mis planes aunque me cueste encasillarlo del todo.
Quiero caminar rápido por los caminos de la vida. No con esa impaciencia que tantas veces me puede. Sino con la paz del que sabe que pronto llegará el mañana que iluminará mi vida. Esa forma de mirar me alegra en lo más profundo. Estoy sembrando para un mañana que veré desde el cielo.
Y el sentido de mi vida está inscrito en la herida del corazón roto de Jesús. Sí tiene sentido todo lo que hago y sueño. Y en su costado, en su silencio sagrado, descanso yo para siempre. Y no temo a ese Dios que me pide desprenderme de lo que me ata.
Porque deseo ir más ligero de equipaje por los caminos de la vida. Sin que me pese el alma. Sin que me pesen las entrañas. Besando mi historia sagrada. Tomando en mis manos mi debilidad difícil de ser aceptada: “¿Quién es el hombre para juzgar? ¿Quién mejor que el Señor conoce nuestra debilidad?”[2]. Sí, Dios me conoce. Y me acepta como soy.
El otro día escuchaba que para ser felices los niños necesitan ver que son capaces y sentirse aceptados como son, amados de forma incondicional. Al mismo tiempo, los adultos también lo necesitan, pero sobre todo es importante para un adulto aceptarse como es. Con sus defectos y debilidades.
Necesito mirarme como Dios me mira para ser feliz. Amarme como Dios me ama. ¡Cuánto me cuesta a veces! Me quiero cambiar a mí mismo. Quiero ser distinto. Y sé que aceptarme es el camino de mi felicidad.
Por eso me entrego en las manos de Dios aceptando mis miserias. Él puede cambiarme de verdad, como decía el P. Kentenich: “El Espíritu Santo es quien ablandará como cera nuestro corazón. No crean que este ablandamiento del corazón nos alejará de la vida cotidiana y concreta. Si queremos cargar con la cruz valiéndonos sólo de nuestras propias fuerzas, no lo conseguiremos. Pero cuando alienta en nosotros el Espíritu, el corazón se ablanda y, al mismo tiempo, somos capaces de echarnos a cuestas la cruz”[3].
Dios ablanda mi corazón. Y resulta que al ablandarse se hace más fuerte. Me sorprende. Un corazón blando que resiste mejor la dureza de la vida. Y yo tantas veces creo que sólo la dureza es resistente. ¡Qué lejos estoy de la verdad más honda!
La debilidad, el corazón blando, flexible, es el más resistente. El que mejor se adapta a la dureza de la roca. El que mejor lleva el peso de la cruz. El más resiliente que es capaz de enfrentar las dificultades. El que más fácilmente se eleva por encima de las penas. El que mejor se ríe en medio de los dolores.
Mi corazón más blando y menos rígido. Más humilde y menos orgulloso. Más dependiente y menos altivo. Así. Libre y anclado. Decidido. Enamorado. Necesitado. Filial. Obediente. Un corazón así es un don de Dios.
Porque normalmente no amo así, no vivo así. Vivo saltando de norma en norma. Evitando el lado oscuro de mi pecado. Temiendo el castigo de un Dios justo. Atisbando a lo lejos los peligros inherentes a mis decisiones. Con el miedo grabado en la mirada. El miedo a no llegar. El miedo a ser juzgado. El miedo a fracasar. El miedo a no ser fiel.
Quiero un corazón más blando y menos duro. Más flexible y menos rígido. Más abierto y menos cerrado. Y así se adaptará mejor al horizonte amplio que atisba mi mirada. Y dejaré de temer días aciagos. Confiado al fuego que arde en mi alma. Ese fuego que todo lo abrasa y limpia. Las impurezas. Las resistencias. Las durezas. Amar con toda el alma. Es lo que espero y anhelo.
[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[2] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[3] J. Kentenich, Envía tu Espíritu