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“Silencio”: Una inteligente visión del cristianismo de nuestro tiempo

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Marcelo López Cambronero - publicado el 16/01/17
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Renunciar al Señor “sólo” anula la propia identidad Silencio es una película ambientada en el genocidio anticristiano que tuvo lugar en Japón entre 1587 y 1635. Sin embargo, como se anuncia tras los larguísimos títulos de crédito situados al final, no desea presentar una narración histórica de aquellos hechos. Más bien el objetivo es hacernos pensar sobre la situación que atravesamos los cristianos de Occidente ahora.

Como análisis histórico sería más bien deficiente, pero si la miramos desde la perspectiva que su director quiere enfatizar resulta la película más inteligente y provocativa que cupiese imaginar y, al mismo tiempo, se enfrenta a las incomprensiones y malentendidos propios de quien quiere explicar el presente sin la perspectiva histórica que da el paso de los años.

La idea es brillante, deslumbrante, y resulta una gran bofetada tanto para los creyentes como para quienes han abandonado la fe de sus padres de manera práctica o teórica.

¿Qué es lo que se nos quiere transmitir? Que el estado moderno ya no necesita de grandes persecuciones, de asesinatos en masa que rieguen la tierra de mártires (“las semillas de la fe”, se dice con razón). Por eso la película comienza justo después de la gran persecución de Nagasaki, cuando ya ha terminado.

Al estado le basta con que aquellos que todavía tienen fe sepan que él es capaz de producir los mayores y más sofisticados sufrimientos tanto a ellos como a sus seres queridos. Se exige pues el silencio, no ya de Dios, sino de nosotros, lo que hace innecesaria la apostasía (peor: la hace banal).

De hecho, como vemos en la película, la apostasía no libra de la persecución ni es el objetivo de la misma. El objetivo es la marginación voluntaria de nuestra fe y, en consecuencia, de nuestra libertad y de nuestra humanidad.

Scorsese quiere mostrarnos que el poder estatal ya no requiere de matanzas criminales como las que sucedieron hace apenas unas décadas y hoy suceden en países todavía bárbaros (desde el punto de vista del largometraje que comentamos).

Resulta más eficaz un cristianismo repleto de apostasías cotidianas, de pequeñas negaciones de Dios, de concesiones que nos hagan siempre recordar que el estado es nuestro señor y que la fe, si queremos mantenerla de alguna manera, debe reducirse a un conjunto de ritos, a unas prácticas piadosas que carecen de relevancia para la existencia.

Es posible ser cristiano siempre que la luz se mantenga oculta debajo de la mesa.

El cristianismo queda así convertido en una ideología fría y seca, en espinas romas de un pescado hace mucho muerto. Con esa pseudo religión que es calificada por los funcionarios japoneses de “sensata” y “razonable” el estado sí puede convivir.

El Gran Inquisidor japonés lo señala en los últimos minutos: los cristianos podrán seguir sus prácticas sin problemas siempre que su religión apenas se parezca a lo que Cristo predicó, si aceptan que es el estado el que dicta la nueva teología, la teología realmente vigente.

Silencio, en contra de lo que se ha dicho, no justifica el rechazo de Dios. Al contrario, lo denuncia ante nuestros corazones: y no el rechazo teórico, ese ateísmo radical grosero y habitualmente hipócrita, sino el que practicamos cada día cuando el estado contemporáneo nos pide pequeñas apostasías, esas que parecen carecer de importancia -“es solamente un formalismo”, dicen los inquisidores japoneses- y cuya función es recordarnos quién es el propietario de nuestra alma.

El estado nos exige constantemente que demos la espalda a Dios para participar en su “teocracia civilizada” y así contar con los pequeños beneficios de sus instituciones, olvidando que ellas también están fundadas en una religión, en este caso falsa. Apóstata.

¿Qué recibimos a cambio? Lo mismo que Japón ofrece a los “sacerdotes caídos” que nos muestra Silencio: una vida de bienestar, seguridad y tranquilidad. Una vida llena también de cobardía, en la que la renuncia al Señor anula nuestra identidad.

Y al mismo tiempo Dios perdona, no nos deja, nos sigue acompañando… Porque lo que perdemos no es a Cristo, que continúa a nuestro lado: nos perdemos a nosotros mismos.

Es cierto que el metraje de Silencio es excesivo y, sobre todo, arrítmico. El guión está sobrecalentado, con reiteradas escenas de un pesado histrionismo que le resta frescura y credibilidad.

Silencio no es la gran película que pretendía ser, pero su mensaje audaz y directo quedará siempre grabado en quienes sean capaces de verla con la humanidad vibrando en sus corazones, dejando de lado las ideologías de cualquier tipo y conscientes del drama de la fe de nuestro tiempo.

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