Tras Macbeth, Michael Fassbender ha reunido a Justin Kurzel y a Marion Cotillard para adaptar una franquicia de videojuegos de UbisoftCada vez que se estrena la adaptación cinematográfica de un videojuego, vuelve a surgir el debate sobre si tiene sentido trasladar la experiencia de un medio de expresión tan inmersivo y tan interactivo a otro que, en realidad, se basa en la restricción sensorial, y en una tipología de construcción muy pautada. Mi sensación, sin embargo, es que acabamos mirando al dedo que nos señala la luna, en lugar de observar al astro en sí.
El problema no está, creo yo, en la diferencia de lenguaje entre ambas disciplinas –también la literatura y el cómic emplean códigos distintos, y el cine los ha adaptado sin mayores problemas–, sino en que, a la hora de la verdad, las productoras suelen abordar los videojuegos como meras licencias crematísticas, o como reclamo para friquis, salvo honrosas excepciones como la espléndida Silent Hill o la reciente Warcraft: El origen.
Precisamente el director de esta última, Duncan Jones, consiguió arrancar el proyecto por ser un entusiasta declarado de la franquicia de Blizzard Entertainment, de ahí que, irregularidades aparte, la trasladara a la gran pantalla con pasión, convencimiento y amor hacia sus personajes.
En cambio, me parece, como mínimo, sospechoso –y muy indicativo de sus intenciones respecto al largometraje– que ni la estrella ni el director de Assassin’s Creed, Michael Fassbender y Justin Kurzel respectivamente, hubieran probado siquiera algún capítulo de la saga de videojuegos de Ubisoft antes de ponerse frente al filme.
Lo cual marca, para mal, el desarrollo de una obra que avanza, literalmente, como pollo sin cabeza, pues ninguno de sus máximos responsables demuestra entender en lo más mínimo el material con el que están trabajando.
Assassin’s Creed es un globo hinchado que va abocándose al reventón a base de obtusas referencias mitológicas –que confunden trascendencia con grandilocuencia, como ocurre con todo el desarrollo argumental de una trama que hace aguas por todos lados– y los excesos visuales que un Kurzel al que, precisamente por esa tendencia al esteticismo vacuo que ya dejaba entrever su anterior Macbeth, le ha sentado realmente muy mal el hecho de haber dado el salto a las películas de gran presupuesto.
Uno de los aspectos más interesantes del largometraje, si bien no se trata de un mérito, sino de una característica idiosincrásica, es que, como la ya mencionada Warcraft: El origen, empuja a reflexionar sobre el uso (y el abuso) del CGI a la hora de recrear un universo inexistente.
Y es que, en los momentos en los que Assassin’s Creed más se aproxima a la franquicia original, que son las set pieces de acción en las que su protagonista, Aguilar (Fassbender), huye del acoso de los templarios –y donde está, sin duda, lo mejor del proyecto, seguramente porque se ha encargado de ellas el director de segunda unidad, el veterano Jonathan Taylor–, emplea efectos físicos y reconstruye la Sevilla de la época de la Inquisición a base de puro montaje.
En cambio, durante el resto del metraje, Kurzel necesita amplificar su concepción visual mediante el uso de efectos digitales, incluyendo planos imposibles que, dentro de un conjunto tan nimio y tan mal desarrollado, no aportan nada más que el mero postureo estético.