Hemos perdido la capacidad de ser reservadosMaría me ayuda a caminar en medio de la vida. Lo sé, lo tengo claro.
En las murallas de la villa de Madrid hace muchos siglos escondieron la imagen de María. Almudaina, ciudadela. La escondió una mujer llena de fe y dejó dos velas encendidas para que la velaran. Lo hizo en el interior de un muro. Para que nadie pudiera destruirla.
Me gusta esta visión de los muros. No son muros de rencor y de odio. Son muros que protegen y separan. María fue protegida en el muro de la ciudad. Para que no dieran con ella. Para que no destruyeran su imagen.
Cuando siglos después fue encontrada Nuestra Señora de la Almudena, las velas permanecían encendidas. Las velas fieles en medio de la oscuridad iluminaron a María. Muros que guardan, custodian, protegen. Muros que salvan.
En la vida no quiero tener muros de defensa que me alejen de los hombres. Pero quiero ser capaz de guardar lo más sagrado de mi vida entre muros.
María me ayuda a guardarme y a entregarme. María guardaba todo en su corazón. Me enseña a guardar lo que he recibido y a abrirme a lo nuevo.
El papa Francisco les pidió dos cosas a los jóvenes en Cracovia: guardar la herencia y ser audaces en la vida y luchar: “No dejen que la vida les ponga muros. Siempre tener el coraje de querer más, con valentía. Pero a la vez no olvidarse de mirar atrás. La herencia que han recibido de sus mayores, de sus abuelos, de sus padres, la herencia de la fe. Esa fe que tienen en sus manos para mirar hacia delante. ¡Juégate la vida! Asume la vida como está y haz el bien a los demás. Hoy se está jugando en el mundo una partida en la que no hay sitio para los suplentes, o juegas de titular, o estás afuera. Toma la memoria recibida, mira el horizonte, y asume la realidad y llévala adelante, hazla fecunda”.
Los muros que guardan la herencia recibida. Las velas encendidas de mi fe para que no se pierda todo lo que me han dado. La fe guardada. La inocencia cuidada.
Vivimos en un mundo en el que todo se expone a la luz de los demás. No nos importa incluso que hablen mal de nosotros. Al menos hablan. Hemos perdido la capacidad de ser reservados. No tenemos pudor.
Quiero guardarme más. Y guardar más mi fe como un tesoro entre mis muros. Lo más mío como algo íntimo. Mi nombre, mi llamada.
A veces me falta hondura, profundidad. La necesito para poder guardar dentro lo más sagrado, lo más mío. No quiero que entre el viento y apague la llama de mi alma. No deseo que entre la lluvia y anegue mi esperanza.
Al mismo tiempo quiero ser valiente. Me lo pide el Papa. Ser audaz y que el fuego de estas velas mantenga encendido mi amor. María me ayuda. Ella no quiere que esta luz desaparezca. Este fuego. Esta esperanza. No quiere que los muros que me guardan me cierren el horizonte. Por eso quiero ser más valiente y mirar lejos.
En la Almudena caen los muros y aparece María.
En mi casa tengo un muro que con los años ha cedido. Me impresiona. Un muro que parecía alto y firme. Pero el agua y el desgaste han ido destruyendo los cimientos sin que me diera cuenta.
Quiero construir un muro firme que sostenga mi fe. Un muro que no deje que se apague el fuego. Un muro que no me aísle del mundo ni socave mi esperanza. Un muro en cuyo interior pueda crecer y ahondar. Y luego quiero ser capaz de alzarme por encima de mis muros.
María me ayuda. Decía el padre José Kentenich: “Si nos esforzamos en regalar a María nuestra alma y la de aquellos que nos fueron confiados, si nos empeñamos en vincularnos a Ella, ¿qué sucederá?, ¿acaso no hemos escuchado que el amor posee una fuerza asemejadora y unitiva? No podemos amar a María sin hacernos semejantes a Ella. He aquí la psicología del amor, en este caso, del amor a María: amar a María significa asemejarse a Ella. En virtud de su intercesión y también del crecimiento del amor filial en nosotros, Ella pone en nosotros los cimientos de una profunda infancia espiritual”[1].
María levanta los cimientos de mi ser niño. No deja que me vuelva rígido y duro. No deja que me seque. Mantiene en mi alma la confianza inocente de los niños. El fuego del primer amor. Me hace dócil al querer de Dios, como lo fue Ella. De su mano me adentro en Jesús.
Me hace confiar en medio de la tormenta. Y logra que sujete la mano de Dios como los niños. Colgado de la mano de María llego al Padre. Él me muestra el horizonte amplio.
Todo lo hace María cuando le abro el corazón. Cuando derribo mis muros para que Ella entre e ilumine mi alma con su luz. Cuando dejo que en sus manos mi vida camine los pasos de Jesús. Es lo que hace el amor. Me hace amante. Me hace luz para otros. Me hace capaz de llevar vida y luz allí donde Dios me pida.
Mi amor me asemeja a quien amo. Me asemeja a María cuando la amo y me dejo amar por Ella. Me envía al mundo que necesita mi luz y mi esperanza.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios