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Blair Witch: En la inmensidad del bosque

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LIONSGATE

Tonio L. Alarcón - publicado el 08/11/16

Adam Wingard intenta reverdecer los laureles de El proyecto de la bruja de Blair, pero ha acabado ofreciendo un producto en exceso derivativo

En sus aportaciones para las películas de episodios V/H/S y V/H/S 2, Adam Wingard y su inseparable Simon Barrett ya experimentaron con el formato del found footage, especialmente en el capítulo que rodaron para la última de ellas, Phase I Clinical Trials.

En él, utilizaban una narración subjetiva, justificada por un punto de partida de pura ciencia-ficción –un implante biónico en un ojo que permitía al espectador ver lo mismo que su protagonista, interpretado por el propio Wingard–, para narrar una historia de fantasmas en la que, al final, adquiría más importancia el dispositivo técnico desplegado que un arco argumental más bien deslavazado.

Algo similar a lo que ocurre con su acercamiento al universo de El proyecto de la bruja de Blair, y a través del cual, más que un esfuerzo por recuperar la mítica y la frescura de la película original, parecen querer lanzar (de forma inconsciente) una reflexión sobre la decadencia del found footage, y la imposibilidad de reiterar desde la actualidad los logros de los primeros ejemplos del formato.

Wingard cuenta con unos medios de los que no disponían Daniel Myrick y Eduardo Sánchez a finales de los 90, y los emplea para eludir al máximo las limitaciones expresivas del mockumentary, multiplicando las cámaras y, por lo tanto, también los puntos de vista –incluido un dron que, como dicen los propios personajes, le ayuda a ofrecer planos de helicóptero baratos–.

Lo que provoca un doble conflicto: primero, un exceso de montaje, que le quita al conjunto sensación de autenticidad; y segundo, lo difícil que resulta justificar que, en todo momento, los protagonistas lleven activadas sus cámaras Bluetooth –que, por cierto, no existen: son un equivalente hiperrealista al ojo biónico de V/H/S 2–.

Y no es que Blair Witch no aporte ideas interesantes. Por ejemplo, que la construcción dramática lleve a que se vaya rebajando el nivel técnico de las imágenes hasta que, en los momentos finales –y en un guiño, hay que reconocerlo, muy hermoso al trabajo de Myrick y Sánchez–, la única cámara superviviente sea una vieja DV de definición estándar.

O que Wingard y Barrett jueguen con el estatus mítico de la maldición original, así como con la obsesión que provoca en sus personajes, haciéndola funcionar como una especie de proyección de su propio inconsciente, de sus fobias y de sus ansiedades –de ahí que sus muertes giren, en su mayor parte, alrededor de su (muy urbanita) miedo al bosque–. La cuestión es que ninguna de ellas compensa la sensación derivativa del proyecto, y la incapacidad por parte de sus responsables de ofrecer un giro original respecto a los hallazgos de El proyecto de la bruja de Blair.

El problema está en que, en un contexto industrial como el actual, en el cual empresas como Blumhouse han demostrado que se puede producir buen cine de género por presupuestos que rondan los cinco millones de dólares, ha perdido sentido el abaratamiento técnico que, en su momento, suponía el found footage.

Sobre todo porque, como ha demostrado el resbalón taquillero de Blair Witch en Estados Unidos, los aficionados al terror han llegado a un punto de saturación con el formato, a no ser que a alguien se le ocurra la manera de darle la vuelta, de dotarlo de fuerzas renovadas –como logró, de alguna manera, la primera Paranormal Activity–. Desde luego, la senda tomada por Wingard y Barrett ha demostrado no ser la mejor opción.

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