¿Por qué preferir vivir en la calle antes que en un centro de rehabilitación?
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“La gente nos mira, a veces nos tiran comida, otras nos espantan, pero la mayor parte del tiempo pasan por nuestro lado, nos miran en menos o no existimos. Somos palomas”.
Prefieren vivir en la calle antes que estar encerrados. Algunos de ellos se escaparon más de 20 veces de los centros de reclusión del Servicio Nacional de Menores (Sename).
Estos jóvenes están atravesando una dramática situación y ni siquiera se sienten ciudadanos, tal cual revela el testimonio de un extenso reportaje publicado por la revista chilena Paula.
En los últimos días, el tema cobró relevancia pública en Chile a raíz de la muerte de varios internos en estos hogares. Incluso, en varios lugares hubo movilizaciones, convocadas por la Red de Infancia Chile, para salvaguardar los derechos de esta población vulnerable.
Las fallas en este sistema vinculado a la rehabilitación se hacen carne través del testimonio de muchos de ellos que explican por qué se sienten tan relegados.
Cartones y nylon, entre otros materiales, forman parte de la estructura que construyeron para pasar sus días. El lugar está ubicado cerca de La Moneda, la casa de gobierno de Chile. Es entrar al lugar para percibir la precariedad de la vida cotidiana de estos jóvenes.
“Aquí todos somos iguales, nadie manda a nadie. Somos democráticos”, dice uno de los habitantes de la caleta (nombre con el que se conoce este tipo de espacio), un joven de 21 años, posiblemente el líder del grupo.
Sin embargo, también se percibe solidaridad entre este grupo de menores y para algunos también “es posible aprender valores en la calle”.
Comidas improvisadas, dormir en espacios compartidos. Estos chicos hace años que no saben qué es dormir en una cama o tener un cuarto propio.
“Cuando tenía 5 años mi papá falleció por culpa de la pasta (una droga) y mi mamá cayó presa. Yo estuve en Paternitas pero me escapé junto a mi hermana y nos fuimos a vivir debajo del Mapocho (un río en la capital chilena)”, sostiene el joven.
Este joven se ha escapado innumerables veces del Siname, es reincidente y también tiene argumentos para preferir vivir en la calle. “Tenía que pelear todo el tiempo para defenderme. También aprendí violín y flauta, pero no podía dejar que me pasaran a llevar y los tíos, que son pasados de vivos, nos paqueaban (maltrataban) y eso a mí no me gustó nunca”.
En la caleta viven también otros chicos con diversas historias. Entre ellos uno de los primos. “¿El Sename? Pfff… yo tenía que dormir con un ojo abierto y otro cerrado para que no me violaran. Además, con un fierro para defenderme”.
También está el caso de Alejandra. Su padrastro abusó de ella cuando tenía 13 años y quedó embarazada. Al mencionar el caso a su madre, la echaron de su casa y quedó en la calle. Pero Alejandra no quiso saber nada de un posible aborto. “Los niños no tienen la culpa”, expresó de forma contundente.
Pero algunos de estos jóvenes -vinculados por parentescos, relaciones circunstanciales y demás- también se sienten responsables de sus vidas y no descargan rencor contra sus padres, a pesar del abandono.
“No, nosotros somos responsables de nuestras vidas. Pero llega un momento en que la vida depende de cada uno. No podemos estar pensando en lo que nos pasó. Yo soy culpable de estar acá”, dice otro de ellos.
“Vamos a trabajar y a arrendar una pieza para esperar a nuestras parejas hasta que cumplan condena. Queremos recuperar a nuestros hijos y vivir sin tomar ni fumar marihuana”, agrega otra.
Esto es una pequeña muestra del diario vivir de estos chicos, que dejan al descubierto las fallas de un sistema que los hace preferir vivir en la calle antes que en un hogar de resguardo para la rehabilitación.
Estos jóvenes están cerca de todos, pero marginados. Para muchos ni existen. Sin embargo, entre ellos, a pesar de los pesares, se sienten más unidos que nunca y como una familia.