Para saber quiénes somos y qué hacer debemos reposar en nuestro propio corazón, solos
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Muchas veces nuestra alma está esclava. El hombre vive tristemente la vida que no quiere vivir.
“El hombre moderno está en peligro de perder su alma, de esclavizar su alma a las cosas exteriores, de vincularla a las cosas. Lleva una vida de rata, de sapo, de ave migratoria. Está demasiado poco en su propia casa. Siempre mentalmente de viaje, de camino. Está demasiado fuerte hacia fuera, carece de alma”, decía el padre José Kentenich.
No tenemos alma cuando vivimos volcados sobre el mundo, vaciados en las cosas que poseemos y nos atan.
Nos pesa demasiado el corazón. Somos esclavos de nosotros mismos, de nuestros deseos y anhelos, de las pretensiones que nos impiden crecer. Cada uno sabe lo que más le pesa, lo que le impide avanzar pasos nuevos.
Jesús viene en la fuerza del Espíritu. Necesitamos adentrarnos en nuestro cenáculo y esperar su venida. Viene a devolvernos el alma. Lo primero que le pedimos es que nos enseñe a reposar en nuestro propio corazón, solos.
Decía el papa Francisco: “En la intimidad con Dios y en la escucha de su Palabra, poco a poco dejamos de lado nuestra lógica personal, dictada la mayor parte de las veces por nuestra cerrazón, por nuestros prejuicios y nuestras ambiciones, y en cambio, aprendamos a preguntar al Señor: ¿Cuál es tu deseo? ¡Pedirle consejo al Señor!”.
En oración aprendemos a vivir sin miedo en soledad. Aprendemos a hacer silencio para escuchar su voz y descifrar sus caminos.
El hombre de hoy ha perdido la conciencia de su originalidad. No sabe quién es. No conoce para qué lo quiere Dios.
El Espíritu nos devuelve los ojos para descubrir nuestra belleza, para saber qué quiere Dios que hagamos. En intimidad con Él reconocemos quiénes somos.
El Espíritu Santo convirtió ese grupo de discípulos masificado en un grupo de hombres enamorados de su misión. El Espíritu Santo hoy nos saca de la masificación, nos hace alegrarnos en los dones que nos ha dado. Nos capacita para amar más desde nuestra verdad. Nos hace creativos.
La fuerza del Espíritu transforma a hombres débiles en hombres capaces de todo. La misión nos supera siempre. Hay demasiadas personas que no conocen a Dios. Hay demasiada desesperanza entre los hombres. Nos sentimos pequeños, torpes, lentos, incapaces para el amor.
Pero llega el Espíritu Santo y lo cambia todo. Cada hombre comprende a Dios en su propio idioma. Eso es lo que hace Dios cuando toca el corazón. Me hace como Él.
El signo del Espíritu es que yo sea capaz de hacerme entender por el otro. Que yo hable su idioma, me ponga en su lugar, me sitúe a la altura de su vida.
El milagro es entonces que el otro, con su historia personal de fe, incluso siendo no creyente, incluso alejado de mí por sus costumbres, me pueda comprender.
El milagro es que yo lo comprenda a él y que nos entendamos. La unidad es el signo de Dios.