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¿Cómo tener más fe?

Niña rezando

© Volkovslava / Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/10/16

Es difícil seguir creyendo en medio de las dificultades, de las tragedias

Necesito creer en la presencia sanadora de Jesús en mi vida: “El Señor me respondió así: – El justo vivirá por su fe”. Quiero vivir de la fe. Pero me falta fe.

Los discípulos le piden a Jesús que aumente su fe: “En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: – Auméntanos la fe”.

Yo tengo poca fe. Me parezco a esos discípulos que no tenían fe. Me parezco a veces a tantos hombres sin fe. ¿Cómo es mi fe de verdad?

A veces puedo ver la fe como algo estático. Como un conjunto de creencias, de principios, de dogmas. Un conjunto de valores que heredé de mis padres o que me regaló Dios en algún momento de mi vida. Un conjunto de verdades que quiero conservar hasta la muerte, pase lo que pase. Pero me quedo en la teoría.

Creo o no creo en lo que me pide la Iglesia. Me ato a la certeza incierta de que Dios existe y hay un cielo. Pero es algo racional que no toca el corazón. No baja de mis labios.

Y divido a los hombres en creyentes y no creyentes. Separo a los que creen en todo lo que pide la Iglesia y los que quitan parte de esas creencias porque no las comparten. Hago grupos. Divido, separo.

Quizás mi fe es una fe algo estática. Una fe que no me lleva a actuar, a amar, a dar la vida. Y la fe que no tiene obras, es una fe muerta.

Digo que tengo fe, pero es una fe teórica, de conceptos, de principios, de teorías. Por eso luego vivo en la práctica como si no tuviera fe.

Pienso en lo que hay que hacer y lo hago. Sólo quiero obedecer. Y no acabo de ver el poder infinito que tienen mis palabras finitas. Y no me asombro de su carne entre mis manos donde antes había sólo pan.

Y no me maravillan los milagros que nadie ve, de los cuales a veces soy testigo. Esos milagros ocultos en el fondo de las almas. Donde yo me abismo con respeto infinito. Y no soy capaz de ver la mano sanadora de Jesús haciendo milagros sencillos.

Me falta fe. Tal vez porque la vida me ha enseñado el dolor de los hombres. Y he sido testigo de pérdidas y desgracias.

Y resuenan en mi alma las palabras del padre José Kentenich: Aunque la fe esté sembrada en el corazón desde la infancia, resulta difícil conservarla en la vida diaria, en la que Dios permite esas terribles atrocidades”[1].

Es difícil seguir creyendo en medio de las dificultades, de las tragedias, de las desgracias. Y yo soy testigo de esa fe que se tambalea en muchos hombres en medio de los terremotos. Dios parece ausentarse de la vida de algunos hombres. ¿Cómo enseñarles a creer? ¿Cómo aumentar su fe?

Jesús me dice: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa montaña: – Arráncate de raíz y plántate en el mar. Y os obedecería”. Y la mostaza es la más pequeñas de las semillas. Y la montaña es imposible de ser trasladada.

Mi fe basta con que sea pequeña como ese grano minúsculo de mostaza para ser fecunda. Definitivamente me falta fe. No acabo de creer en el poder oculto entre mis manos. En la fuerza infinita de su palabra en mis labios.

Dudo y desconfío de esa fe que sana. No soy como ese niño abrazado a su madre, confiado en su padre.

Soy ese niño adulto que ha perdido la ingenuidad, la inocencia primera y busca causas y resultados en todo lo que hace. Y juzga actitudes, y condena. Se aferra a lo que conoce. Y desconfía de lo que no ha probado.

No acabo de entender cómo se puede aumentar mi fe. Tal vez dejándome caer en las manos de Dios como un niño. Tal vez renunciando a mis seguros. No lo sé. Es como un músculo que se ejercita amando. Caminando. Confiando.

“Auméntame la fe”. Para poder ver un oasis en el desierto. La paz en medio de la guerra. La vida en la muerte. Su mano providente en el dolor. Su presencia alentadora al final de mi camino.

Quizás si me adentro más dentro de mí, más dentro de Jesús, aumentará mi fe. Si dejo de hacer tantos cálculos humanos y confío en su presencia. Si me dejo llevar por Él por los senderos de la vida. No lo sé. Tengo poca fe.

Y creo que los hombres son los que conducen mi vida, sin ver que es Dios quien lo hace oculto en las sombras.

Y me engaño a mí mismo haciendo proyecciones, diseñando estrategias y olvidándome de rezar más para percibir sus deseos.

Me falta fe. Como a esos apóstoles que caminaban con Jesús y no entendían nada. Quiero aprender a dejarme caer en las manos de Dios.

El otro día leía: “Algo parecido a esa terrible eternidad entre la angustia y la fe que experimenta un niño cuando por primera vez se deja caer hacia atrás y prescinde de todo apoyo para descubrir que el agua realmente lo sostiene y que es capaz de flotar inmóvil y sin ningún esfuerzo”[2].

Confiar en lo que Dios me pide. Dejarme caer en el agua y ver que no se acaba todo. Saltar con valor allí donde Dios me pide que salte. Y ver lo que no veo. Y encontrar lo que no busco.

[1] José Kentenich, Niños ante Dios

[2] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros.

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