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¿Confías en la Virgen María? Háblale con esta oración

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/10/16
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“Gracias por ser esa madre que no me va a dejar nunca…”

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Una persona le rezaba a María: Querida Madre te entrego lo que soy y lo que tengo. Estoy llamado a darte la vida. No importa que esté roto. No importa que esté herido. Mi herida se convierte en la grieta que me abre. No quiero cerrar la herida. No quiero cerrar la grieta. Gracias, Madre, por quererme. Gracias por estar conmigo. Gracias por caminar a mi lado en las huellas del camino. Gracias por ser esa madre que no me va a dejar nunca en medio de la dificultad. Gracias por ser tú mi Madre.

Puedo entregarlo todo cuando sé que unos brazos estarán dispuestos a sostenerme.

Decía el padre José Kentenich: “Para fortalecer mi confianza de niño tomaré conciencia en todo momento de que el Padre del cielo es omnipotente, bondadoso y fiel. Nuestra preocupación más grande debe ser vivir cada segundo infinitamente despreocupados. Esta despreocupación no brota de una actitud de negligencia, sino de confianza en Dios. No estamos despreocupados porque nos desinteresamos de lo que ocurre en la tierra; no, nos preocuparemos mesuradamente de lo terrenal, pero detrás de nuestro obrar estará siempre la confianza inconmovible que se expresa en las palabras: – Mater habebit curam– La Madre se ocupará”[1].

Lo sé. Ella se preocupará de mi vida. Y yo quiero aprender a abandonarme, a soltar la cuerda, a dejar lo que me pesa y ata. Esa actitud confiada. Esa mirada puesta en aquella que me sostiene en medio de mi camino.

Quiero aprender a vivir así, totalmente despreocupado, totalmente confiado en los planes de Dios.

Quiero vivir creyendo, confiando, sabiendo que Dios camina a mi lado. Necesito pedirle a Jesús: “Auméntame la fe”. Seré feliz si creo. Seré más feliz, si confío. Como María, que creyó contra toda esperanza. Que creyó y fue feliz.

Miro a María la que ha creído. La que se mantuvo fiel postrada ante su Dios. Y creyó, y abrazó el querer de Dios con lágrimas en el alma. “Feliz la que ha creído”. Y su vida se llenó de esperanza.

[1] José Kentenich, Niños ante Dios

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