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¿Tengo yo un precio (en dinero, aprobación, bienestar,…)?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 22/09/16
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Hay personas honestas y veraces que son de verdad incorruptibles

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¿Cómo es mi relación con los bienes? ¿Miro con paz lo que viene por delante o me angustio ante el futuro incierto? El dinero me puede quitar la paz y no dejarme vivir una vida apacible y tranquila.

A veces la preocupación por el dinero, por el mundo, por el futuro, me quitan la paz. Sé que es necesario vivir en este mundo, echar raíces. Amar. ¡Cuánto cuesta vivir apegado y desapegado al mismo tiempo! Con raíces y libre.

Dios me invita a servir a un solo Señor: ¿A quién sirvo yo? ¿Quién es mi Señor? Es la pregunta que surge hoy en el corazón: “Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”.

A veces me veo sirviendo a otros amos, en lugar de servir a Jesús. Dependiendo de otros juicios, de otras miradas.

El otro día leía unas palabras de san Juan Crisóstomo: “Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos amenaza. No tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos al mundo; de modo que nada podemos llevarnos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir, si no es para vuestro bien espiritual”.

Me gustaría hacer vida en mí estas palabras. Libre y arraigado en Dios. Firme sobre la roca de Jesús, en su barca. Allí nada temo.

Pero luego pienso en tantos bienes que me atan. Santa Teresa de Calcuta me da un ejemplo a seguir. Su libertad, su entrega. Sus raíces, su pasión por la vida. Su vida me habla de desprendimiento y de santa indiferencia. Yo quiero eso. Quiero vivir para otros. Dar mi vida por otros.

Ella, cuando más trabajo tenía, más rezaba. Yo no necesito tantas cosas para vivir. No necesito ser tan dependiente de los bienes materiales. Quiero más libertad. Quiero ser más de Dios.

Me detengo a mirar la vida y las cosas que me suceden. Muchas veces en la vida real y en la ficción de las películas, salen los mismos temas de siempre que tocan el corazón y me dan qué pensar. Mi vida son decisiones, pasos que me acercan o me alejan de mi verdad, de mi camino.

Pienso en la verdad y en la mentira. En la luz y en la oscuridad. En la corrupción y en la honestidad. En la lealtad y en la deslealtad. El alma tiene un profundo deseo de incorruptibilidad, de vivir en la belleza. Y pienso que me gustaría ser incorruptible.

Pero, ¿hay alguien verdaderamente incorruptible? Siempre recuerdo una frase de una película que me incomodó: “Todo el mundo tiene su precio”. Y yo pensaba, ¿tengo yo un precio? No quiero ser corruptible.

No quiero venderme por un precio, por un cargo, por un título, por una fama, por un reconocimiento. No quiero venderme por un afecto, por una sonrisa, por una aceptación. ¡Hay tantos casos de corrupción!

Decía el papa Francisco: «La corrupción impide mirar el futuro con esperanza porque con su prepotencia y avidez destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un mal que se anida en gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos públicos. La corrupción es una obstinación en el pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero como forma de poder. Es una obra de las tinieblas, sostenida por la sospecha y la intriga. Corruptio optimi pessima (la corrupción de los mejores es lo peor) decía S. Gregorio Magno, para indicar que ninguno puede sentirse inmune de esta tentación”.

Todos podemos caer en esa tentación. Puedo ser tentado por los bienes del mundo. Incluso por los bienes más pequeños. La tentación del poder, del placer, del poseer.

En una sociedad sin valores claros, sin principios sólidos, parece que todos tienen un precio. Pero no quiero creer que sea verdad. No es así.

Porque conozco personas que no tienen un precio, no se venden, no se dejan llevar por la tentación del poder. Personas honestas y veraces que son de verdad incorruptibles. Eso me alegra. Es posible llevar una vida honesta, verdadera, incorruptible en este mundo.

Los santos me lo recuerdan. Los santos que ya se han ido. Y los santos vivos que conozco. Sé que es posible aunque pese y duela. Aunque uno pueda caer y levantarse.

Ser honesto exige mucho. Es más fácil tener un precio y entrar en el mismo círculo. Es más fácil mentir, engañar, lograr las cosas por el camino fácil.

Ser fieles a nuestra verdad nos exige un gran esfuerzo. Pero es lo que nos salva, lo que saca lo mejor de nosotros. Ser honestos con nosotros mismos. Ser veraces.

Decía el padre José Kentenich: “El reino de la verdad nos exige vivir en él. Una sana antropología nos enseña que la estructura de la naturaleza humana forma parte del reino de la verdad”[1]. Estamos hechos para vivir en la verdad. La mentira nos envenena, nos ata, nos vuelve desconfiados, mezquinos.

Lo que nos hace libres es aceptar la verdad de nuestra vida y besarla. Reconocer nuestros límites y aceptarlos.

[1] J. Kentenich, Hacia la cima

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