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Juego de armas: El negocio de la guerra

Tonio L. Alarcón - publicado el 19/09/16

Todd Philips no se aleja de la comedia, pero la matiza acercándose al negocio de la venta de armas basándose en hechos reales

La crisis –o si se quiere, el agotamiento– de la llamada nueva comedia americana, y su progresiva desconexión con el público que la aupó a la fama, está sumiendo al género, al menos en Estados Unidos, en un momento de transición y/o de transformación que está dando lugar a algunos de los fenómenos más estimulantes de los últimos tiempos: la eclosión de todo un star system femenino rebosante de personalidad, la progresiva importancia adquirida por la televisión por cable como refugio de determinada clase de humor…

Así como el interés de algunos directores significativos para el género por desembarazarse de corsés y limitaciones comerciales, y emplear la comedia como filtro para explorar abiertamente sus inquietudes sociopolíticas.

Algo que Adam McKay exploró en su estupenda La gran apuesta, seguramente una de las aproximaciones más lúcidas y más desesperadas sobre la burbuja especulativa que nos ha llevado al agujero en el que estamos sumidos, y a lo que Todd Philips –que hay que recordar que inició su carrera rodando tres documentales consecutivos, Hated: GG Allin and the Murder Junkies, Frat House y Bittersweet Hotel– también quiere adherirse con Juego de armas.

Y aunque no marca distancias con su obra anterior de forma tan agresiva como McKay, a cambio propone un juego narrativo muy interesante: partir de los esquemas argumentales de la NCA –no es inocente, en ese sentido, la elección de Miles Teller y Jonah Hill como protagonistas, sobre todo por su perfil dentro del género– para ir dinamitándolos poco a poco, tamizándolos a través de una visión del negocio de la guerra realmente inquietante, descorazonadora.

En apariencia, Juego de armas se desarrolla como un relato de gánsters clásico –no es baladí, en ese sentido, la obsesión del personaje de Hill con El precio del poder: se trata de un detalle fundamental para aprehender su comportamiento–, pero la realidad es que lo que le interesa a Philips es la historia de amistad que se desarrolla de fondo, y que se va matizando a medida que la situación profesional de Diveroli (Hill) y Packouz (Teller) se consolida dentro del gremio de la venta de armas.

Lo importante no es, de hecho, el contraste entre sus personalidades, sino cómo su espontaneidad, su inocencia inicial –sobre todo por parte del personaje de Teller, que ejerce de ancla moral para el público–, va agrietándose a medida que acceden a contratos militares más y más importantes, quedando su relación condicionada por la cantidad de dinero que entra en la empresa… Y el tren de vida que éste les proporciona.

Precisamente, que dos pringados de semejante calibre se metan en negocios con el mismísimo Pentágono forma parte del discurso muy muy crítico de Juego de armas con la industria armamentística, pero también con la mercantilista visión de los conflictos bélicos que tiene el propio gobierno de los Estados Unidos.

Philips no solamente pone sobre la mesa la realidad de que las guerras son un negocio que genera una cantidad estratosférica de beneficios, sino que además denuncia que detrás de todo ello hay un puñado de tiburones financieros profundamente hundidos en la miseria moral más absoluta, y lo bastante rastreros como para jugar al cambalache con armas y municiones sin importarles el resultado sobre el campo de batalla.

Ése es el gran horror que oculta Juego de armas: que no hay rastro del glamur ni de la épica con los que Andrew Niccol dibujaba El señor de la guerra, sino una profunda mediocridad y una cutrez que se dirían dignas de los peores países tercermundistas.

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