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CINE CLÁSICO: Recordando a Gene Wilder, El joven Frankenstein

Ramón Monedero - publicado el 04/09/16

La muerte del actor ha devuelto a la actualidad una de sus más logradas y delirantes interpretaciones

La muerte de Gene Wilder ha puesto en boca de todo el mundo a este actor judío que se consideraba un budista ateo. Ahora, todos andan destacando sus grandes dotes como actor sin embargo, justo es admitir que en su día Wilder era tachado con frecuencia, como uno de los peores intérpretes del momento.

Sin embargo, hasta sus más acérrimos detractores admiten que probablemente su mejor caracterización haya sido la de El jovencito Frankenstein (1974), un papel al que Wilder también le tenía un profundo cariño.

Cuenta la leyenda que cuando Gene Wilder estaba rodando Sillas de montar calientes (1974) se pasó todo el rodaje detrás de su director, Mel Brooks, para que le echara un vistazo a un libreto que había escrito titulado El jovencito Frankenstein. Cuando finalmente Brooks aceptó ojear el texto, se dio cuenta de inmediato de que ahí había una bomba, y de hecho tardó meses en poner en marcha la producción.

Las parodias es una de las variantes genéricas menos apreciadas. Su desigual trayectoria a lo largo de la historia del cine no ha jugado a su favor, la verdad sea dicha. Cuando se hablan de buenas parodias lo habitual es recurrir a títulos emblemáticos como La comedia de los terrores (1963) o El baile de los vampiros (1967) y también con frecuencia se suele mencionar El jovencito Frankenstein. Es curioso, sobre todo viniendo de un director tan desequilibrado como Mel Brooks.

Con noventa años a sus espaldas, el día que falte entre nosotros, imagino que se hablará de la pérdida de uno de los grandes de la comedia americana. Sin embargo, Brooks nunca fue un cineasta genial, aunque sí tuvo algunas ideas geniales-. Y de hecho, la mayor acumulación ordenada de ideas geniales de su carrera fue sin duda El Jovencito Frankenstein.

Brooks hizo una buena parodia entre otras cosas porque además de ser un gran comediante es también un cinéfilo compulsivo, y como tal conocía y entendía el cine que iba a imitar. Generalmente se ha dicho que El jovencito Frankenstein es una parodia de El doctor Frankenstein (1931) de James Whale, aunque en realidad comparte más elementos con El hijo de Frankenstein (1939) de donde toma prestada la idea de un familiar que regresa al castillo del doctor para revivir de nuevo a la criatura.

Es por todo esto que El jovencito Frankenstein sea un largometraje hecho desde el respeto y la admiración hacia lo que está parodiando. Ahí reside la clave. Durante los primeros cinco minutos de película no hay nada particularmente gracioso. Brooks emplea este tiempo en introducirnos en una atmósfera que se sabe caduca, la de las películas de terror de la Universal de los años 30.

Al compás de la bella música de John Morris, una delicada y lánguida melodía que parece una trágica nana para un bebé que ha nacido maldito, el monstruo arranca la película en riguroso blanco y negro. A continuación, y con toscos movimientos de cámara (propios del cine de los 30) la imagen se acerca a un siniestro castillo, entre rayos y truenos y a través de una ventana llegamos al ataúd que guarda el cuerpo del doctor Victor Frankenstein. Brillante.

A partir de este momento, el humor se va haciendo paso poco a poco con más sutileza de la que uno cabría esperar. La lección magistral del doctor Frankenstein, perdón, Fronkonstin, seguida de su encuentro con Igor, perdón, Aigor, suponen dos cumbres de la comedia de los setenta. Pero hay más escenas delirantes, como aquella en la que Fronkonstin y Aigor, tras robar un cadáver del cementerio se tropiezan con un policía, cuando Aigor admite que el cerebro que robó era un tal A…, no se qué… o el desternillante episodio de la criatura de Frankenstein con un ciego interpretado por un irreconocible Gene Hackman.

A Brooks, que siempre ha tenido problemas con eso de la contención, casi se le va de las manos la película en su tercio final, pero por fortuna la película y la historia se sostienen. Entre otras razones porque a pesar de sus chistes y de sus chascarrillos, sobre El jovencito Frankenstein seguía descansando el mismo dilema moral que proponía Mary W. Shelley en la novela original y esto, también, es un gran acierto.

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