La tecnología a menudo nos empuja a creer que podemos esquivar la realidad para satisfacer nuestros deseos y necesidades, dejándolo todo en manos de corporaciones cuyo único lema es «todo por la pasta»
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Vivimos en sociedades de expectativas imposibles, juicios implacables y mierda psíquica sin fin (David Foster Wallace)
Como mensaje, las redes sociales y por extensión internet sólo han puesto de relieve el escaso interés de nuestras vidas y opiniones, reducidas la mayoría de las veces a comidas o cenas compartidas, selfies, un reaccionario sentido de la militancia o el compromiso, gustos caprichosos, espiritualidad infantil, una colosal osadía, tendencias censoras, odios, envidias, resentimientos clasistas, facilidad para la denuncia, grandes lagunas en nuestra educación y no digamos en nuestros conocimientos, un insomnio peligrosamente generalizado, carácter impositivo, y -por encima de todo- una insaciable necesidad de atención.
Pero hablo en general. En planos particulares nos permiten demostrar si tenemos o no reflejos verbales para responder a una realidad cada vez más inabarcable e inmediata, de la cual intentamos defendernos con desigual eficacia quizás porque en el fondo seguimos sin ser bomberos, jueces, soldados, gestores o tan siquiera tipos listos, por mucho que la red insista en que a través de ella podemos convertirnos en cosas así sin necesidad de estudiar, meditar, hacernos un lifting, regular nuestras comidas, aumentar nuestra capacidad adquisitiva, tener más tiempo libre o hacer mejor uso de él, zanjar nuestra relación con el psicoanalista, aprender idiomas, y ponernos cachas en un gimnasio.
En Nerve, Venus o Vee para los amigos (Emma Roberts) vive esa misma contradicción, debatiéndose entre una vida patética y las extraordinarias posibilidades que va a poner en sus manos una nueva App. Realmente tímida, envidiosa, adolescente, acomplejada, flacucha y de familia proletaria, un juego de moda la vuelve osada, apetecible, madura y rica.
Si uno tiene que juzgar la credibilidad de su transformación, enseguida se ve confrontado por la credibilidad de las transformaciones de Spiderman o Batman, y llega a la conclusión de que es más plausible lo que le sucede a ella que a nuestros superhéroes favoritos. A estos últimos los podríamos considerar un producto de nuestra imaginación, mientras que a Vee podríamos considerarla un producto de la tecnología, tan fantasiosa como nosotros.
Por eso desde un punto de vista formal la película aplica la capacidad de segmentación y multiplicación de pantallas (o imágenes) en un iPhone, creando confusión, ambigüedad e inquietud porque a veces es difícil determinar la perspectiva desde la que vemos ciertas secuencias: ¿es Vee quien las filma?, ¿es su compañero de juego (Dave Franco)?, ¿alguno de los espectadores?, ¿o son los responsables de la App para dejar claro su control final sobre cualquier posible eventualidad?
Slavoj Žižek dice en Acontecimiento (editado por Sexto Piso en 2014) que la esencia de la tecnología reside en su capacidad para estructurar nuestra forma de relacionarnos con lo real.
Neve, en la película de mismo título es una App que una vez se descarga exige a sus usuarios no sólo pagar una cuota sino también que decidan entre ser espectadores pasivos o participantes activos, colocando a cada cual en su rol favorito aunque en el fondo todos sean parte de la misma maquinaria para producir dinero, más allá de las legislaciones, la moral o cualquier otra barrera.
Quienes se deciden a actuar tienen que hacer lo que les pidan los espectadores, en un circuito cerrado donde el mensaje del medio es simplemente la riqueza gracias a los usuarios, cuya participación puede considerarse manipulada o irresponsable dependiendo de si los vemos como pobres ignorantes sin mucha capacidad crítica o como seres de un sadismo creciente cuando se les conceden ciertas libertades.
Vee tiene esa dicotomía en cuenta aunque actúe de forma audaz, primero dándole un beso a un desconocido en un restaurante y luego saliendo casi desnuda con ese desconocido de una tienda porque prefiere eso a robar un vestido. La dicotomía, sin embargo, se va al traste cuando acepta ir en moto por las calles de Manhattan violando los límites de circulación y con los ojos tapados. Y eso por no desvelar las pruebas a las que se enfrenta a continuación. ¿Lo hace para desbancar la popularidad de su amiga Sydney (Emily Meade) en las redes y en concreto como participante activa en el juego? ¿O para poder costearse sus estudios en la universidad californiana de Cal Arts? Da igual. Ninguna motivación la eximiría de rendir cuentas ante la Ley si la pillasen.
La activa arquitectura visual de Nerve sugiere una velocidad a la que difícilmente puede ir nuestro cerebro cuando se trata de tomar decisiones responsables, un poco como seguramente le sucede a muchos políticos hoy en día, vencidos ante una realidad tan cambiante que resulta imposible darle respuestas a la misma velocidad y que, a pesar de ello o por ello mismo, produce un creciente descontento al mostrar su ineficacia para solucionar problemas.
La paradoja, en ese sentido, se da cuando reparamos en que tampoco la tecnología es de gran ayuda, más allá de ponernos al día sobre nuestras profundas necesidades y las promesas incumplidas por nuestros sistemas sociales, pero sin aceptar que la tecnología misma pueda o deba hacer algo con respecto al triste panorama con el que sobrevivimos.
Entre tener y compartir a través de Apps o redes sociales, Nerve nos sugiere que hay un tercer verbo: participar. Lo sugiere conceptual y formalmente a través del personaje de Vee: con una madre (interpretada por Juliette Lewis) que vive en Staten Island y hace lo posible para llegar a fin de mes, con un padre ausente, con la sombra de un hermano muerto, y con amistades de los más variopinto; y a través de su propio streaming cada vez que acepta un reto.
Podría decirse que tiene tanto de real como de virtual, aunque en una película o en las redes sociales hoy en día esa diferencia cada vez sea menos operativa, como en realidad siempre lo ha sido si tenemos en cuenta quiénes somos en soledad y en sociedad, por mucho que ahora estar conectados nos haga pensar que no estamos tan solos, con gente dispuesta a darnos cuanto nos haga falta y no sólo un like a nuestros posts.
No hay nada resolutivo ni objetivo en Nerve, de la misma manera que tampoco lo hay en las Apps, en las redes sociales o en internet. Carece de esa capacidad de argumentar tan propia de algunos usuarios de Facebook, la mayoría de las veces de forma disparatada, sin que eso signifique que carece del carácter incitador de los buenos tuits, en los que las limitaciones de extensión propician un mayor ingenio, una mayor astucia o una ocasión de oro para decir ciertas cosas sin necesidad de tener la última palabra. Esa es su mayor virtud. Puede que sus imágenes, fruto de la multiplicidad con la que tendemos a participar en las redes, no sean únicas pero eso no quiere decir que sean únicamente imágenes. O dicho de otra manera: si no piensan, tienen la habilidad de hacer pensar.
Como nos recuerda la película y como también nos recuerda David Runciman en Política (editado por Turner en 2014), la tecnología a menudo nos empuja a creer que podemos esquivar la realidad para satisfacer nuestros deseos y necesidades, que es tanto como prescindir de nuestros sistemas sociales e incluso de nuestra capacidad resolutiva, dejándolo todo en manos de corporaciones cuyo único lema es «todo por la pasta» aun cuando ponen en nuestras manos instrumentos tecnológicos de dominación que en ocasiones -muchas- lo único que dejan claro es que hemos acabado convirtiéndonos en sus esclavos, en su medio y no en su mensaje.