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El porqué traje 100 pares de ropa interior a Turquía, justo antes del intento de golpe de estado

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Edward Mulholland - publicado el 03/08/16
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Una parroquia generosa y un día libre de Lesbos ofreció un interesante y agotador día de compras

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Anteriormente en estas crónicas escribí sobre el cambio de perspectiva generado al distribuir ropa a los refugiados.

Preferirías morir a ponerte eso. Si ir de compras con tu hija adolescente ya es en sí un infierno, no va a dejar de ser tiquismiquis sólo porque esté atravesando un episodio traumático en su vida. De hecho es peor. Se sienta ahí con su mirada fulminante y volviendo los ojos por todo. De todas formas, alguna ropa de la que sacan es de pana, porque toneladas de donaciones son de ropa de invierno. Así que así es el gran día para el que has estado esperando tres semanas.

A medida que continuaba la distribución de ropa, el suministro de pantalones cortos y ropa interior para hombres se redujo hasta cero. Nadie quiere ir por ahí en vaqueros o con cualquier pantalón más grueso durante una semana en la que las temperaturas rozan los 38 grados y donde el único cobijo es una unidad de vivienda para refugiados (RHU) construida por la ONU, con cuatro pequeñas ventanas; visto lo visto, esperaba con impaciencia a que llegara una donación que pusiera remedio a la situación. Mis últimos días clasificando ropa han producido mucha vestimenta de invierno pero pocos artículos útiles hasta el momento.

Después de dos semanas ininterrumpidas de trabajo, ya me tocaba mi primer día libre. La gente de la ciudad hablaba de un bazar en la ciudad turca de Ayvalik, nada más cruzar Mitilene. El billete de ferri para un día, jueves, que parte a las 9 am y vuelve de Turquía a las 6 pm, sale por el módico precio de 6 euros. Para mayor atractivo, no hacía falta visado para un viaje de un día. Así que mi plan era ver si podía obtener parte de la tan necesitada ropa en Turquía.

Mi esposa Valerie ha estado al mando de la retaguardia en Estados Unidos y le pregunté si podíamos hacer circular un mensaje a un grupo de Yahoo compuesto mayormente de compañeros feligreses de la iglesia de San Benedicto, allí en Atchison, Kansas. Calculé que con unos pocos cientos de dólares podría conseguir al menos 50 pares de pantalones cortos, que harían mucho bien a la situación del campamento. Mi alegría fue máxima cuando Valerie me informó de que en dos días se habían recaudado mil dólares. Me sorprendió muy gratamente la generosidad de mi comunidad.

Otra ONG nos ha ofrecido algo más de ropa y se ha prestado a llevarse algo de la ropa de invierno para dejarnos sitio en nuestros contenedores para los artículos de verano. El miércoles fui con otro voluntario al almacén, que gestiona la Fundación Swisscross y, como era de esperar de los suizos, estaba perfecta y meticulosamente organizado. Sin embargo, entre la ropa que habían enviado el miércoles había pocas bermudas o ropa interior para hombre. Luz verde a Operación Turquía.

Durante los 90 minutos que duró el viaje, no pude dejar de pensar en todos los que habían cruzado ese trayecto bajo el abrigo de la noche en una balsa inflable, en especial la familia que no lo había conseguido la noche anterior. Ya a bordo, conocí a una pareja de estadounidenses que habían sido voluntarios en un campamento más grande, el de Moria, dirigido por la policía griega. Con 2.100 residentes (detenidos, porque oficialmente es un centro de detención), las condiciones sonaban mucho peor que en Kara Tepe. Me prometieron ayudarme a cargar con todas las cosas de vuelta al barco si mi misión resultaba exitosa.

A medida que nos aproximábamos a Ayvalik, una encantadora ciudad marítima con unos pinos romanos que contrastaban con los densos olivares de Lesbos, pude ver los minaretes color blanco tiza de la mezquita principal y las robustas torres de una fortaleza construida, indudablemente, para protegerse de los menos bienvenidos visitantes europeos de siglos anteriores.

Soy capaz de descifrar algunos signos griegos, pero el turco es un misterio absoluto para mí. Me limité a seguir a la multitud. Después de unos dos kilómetros, empezamos a serpentear por calles secundarias y el panorama empezó a tomar el aspecto de un bazar, con vendedores ambulantes dentro de una calle cubierta con collage lonas superpuestas que protegía del fiero sol a los vendedores. Había vestidos, pañuelos, camisetas y mucho más colgando de la maraña de lienzos sobre nuestras cabezas. De las mesas brotaban artículos de todo tipo, desde zapatillas Nike hasta chales árabes. Y así durante bloques enteros, quizás diez manzanas o más.

Me detuve a regatear en varios puestos, pero no conseguía que los vendedores bajaran de 35 liras turcas (TL), unos 2,60 euros aquel día, por pantalón corto. Mejor que los precios griegos, pero todavía lejos de ser una ganga. Por fin encontré un vendedor con un gran puesto en el que vendía vaqueros y otros pantalones cortos de un tejido vaquero, pero más fino.

El precio era de 25 TL, pero cuando le dije que necesitaba cien pares, me convertí en su mejor amigo. Acordamos que 15 TL el par, pero insistí en que el pago tenía que ser con tarjeta de crédito. El bazar debe de ser una cosa familiar, porque me llevó a una tienda cuatro puestos a la izquierda y allí deslicé mi tarjeta por valor de 1.500 liras turcas, más una limonada que cerraba el trato.

Seleccionamos una gran variedad de tallas, que colmaron un maletón enorme y otra bolsa grande hasta arriba. Empecé a preocuparme por cómo llevaría todo aquello de vuelta al puerto, porque aquello ya pesaba cerca de 50 kilos y todavía no había terminado con mis compras.

Un vendedor más pequeño me suministró los 100 pares de ropa interior, pero esta vez nada de tarjeta. Tuve que pagar con una mezcla de dólares y euros. Así llené la tercera y última bolsa que tenía.

Todavía me faltaban unas cuantas horas antes de que partiera el ferri, así que hice algunas compras para mí y le confié mi cargamento a mi nuevo amigo Yunus, que lo guardaría bajo los tablones de su puesto. Hay veces en que hay que escuchar al instinto y confiar en la gente.

Cuando volví donde Yunus, después de comprar y comer, había otro vendedor con él que intentaba venderme más pantalones cortos, esta vez pantalones de baloncesto con el logotipo de la NBA. Obviamente imitaciones, pero de calidad decente y con el suplemento de unos bolsillos con cremallera. Me llevé 50 pares, pero rechacé los de color rosa (ellos insistían en que los habían visto en jugadores de la NBA) porque estaba seguro de que los refugiados en Kara Tepe no se pondrían ese color.

Yunus, de 25 años y con unos chocantes ojos azules, me preguntó si era cristiano. Le dije que sí. Él dijo que era musulmán y sacó rápidamente su iPhone para mostrarme imágenes de su reciente viaje a la Meca. “¡Hiciste el hach!”, comenté.

Estaba muy entusiasmado por ello y consiguió expresar que fue una experiencia increíble (¡aunque no mencionó a la mujer que estaba detrás de él en todas las fotos!). A pesar de los casi 38 grados, compartimos un té caliente. Para mí ya había llegado la hora de volver y todavía me quedaba un buen trecho.

Yunus pidió a dos ayudantes que me echaran una mano con las otras bolsas porque yo iba arrastrando la maleta grande, y así nos abrimos camino por el bazar hasta la calle principal donde estaban los taxis.

Les di una propina de 20 TL a cada uno (más o menos lo que me había costado la comida), puesto que, de todas formas, me quedaban billetes turcos y no pensaba que fuera a volver. Se mostraron muy agradecidos.

Success! Edward Mulholland

A mi llegada al puerto, suspiré de alivio al encontrar a mis amigos estadounidenses, que me sacaron de un buen apuro ayudándome a cargarlo todo en el barco de vuelta a Mitilene. Yo iba delante, empujado por la masa de codazos de los cansados compradores, pero tuve que retroceder para rescatar a uno de mis colaboradores porque le habían parado en la aduana y, obviamente, no habría acertado a responder convincentemente a preguntas del tipo “¿has empaquetado tú todo esto?”, “¿te han entregado algo más para que lo transportes?”.

Sin mencionar intentar explicar los cientos de artículos de ropa interior. Los funcionarios de aduanas griegos fueron muy atentos y me contaron que, en circunstancias normales, tendría que pagar un impuesto por las mercancías, pero lo condonaron porque iba para el campamento de Kara Tepe.

Me costó seis euros y 90 minutos. A los futuros herederos de estos pantalones, este mismo trayecto les costó dos mil euros o más y largas horas mortificantes. A algunos les costó la vida.

Mis amigos estadounidenses me llevaron en coche los cuatro kilómetros hasta Kara Tepe y sobre las 8:30 pm dejamos las cosas en el contenedor, donde los que clasifican la ropa nos recibieron con los brazos abiertos, conocedores de la imperiosa necesidad de pantalones cortos y ropa interior.

No creo que vuelva a intentar realizar otro pedido de “adquisición y transporte”. Mi “día libre” fue agotador.

Durante mi turno de noche al día siguiente, las noticias alertaron sobre un golpe de Estado en Turquía y sobre el cierre de los puentes de todo el Bósforo. No tenía claro si los ferris desde Mitilene habían quedado interrumpidos.

Di gracias a Dios porque el bazar hubiera estado abierto el día antes.

Y todo esto para poder dar ropa interior y pantalones cortos a unos cuantos hombres, unos hombres que no sabrán de dónde ha salido esa ropa. Pero Dios sabe que salió de unos generosos corazones en Atchison, Kansas, y de la mano amiga de unos desconocidos.

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