Pretende construir una pieza de género con vocación internacional, pero se le notan en exceso las costuras y la intención imitativa
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Antes de que la aprobación del decreto Miró se llevara por delante, con la excusa de la calidad cinematográfica –que, como bien es sabido, siempre depende del punto de vista del que la califica como tal–, a la escasa industria cinematográfica que había logrado consolidarse en nuestro país tras las zancadillas del franquismo, una parte de la misma se nutría de la producción de explotations genéricas que, fueran concebidas o no en coproducción, solían tener la vocación de funcionar en el mercado internacional… Pensando, sobre todo, en los programas dobles.
Esa es la intención, al menos sobre el papel, de La mina (The Night Watchman): construir un relato de terror utilizando el lenguaje y las herramientas de la industria estadounidense, pero rodándolo en España –de hecho, la filmación se llevó a cabo en los alrededores del pozo Montsacro, en el concejo de Morcín, en Asturias– y con técnicos autóctonos.
El problema es que al resultado se le notan demasiado las costuras, tanto en la impostura de un dibujo dramático demasiado derivativo –la relación entre un antiguo preso, Jack (Matt Horan), y su hermano, el pastor Mike (Jimmy Shaw), está repleta de tópicos y de lugares comunes– como, sobre todo, la absoluta falta de convencimiento en el empleo de los tropos del género.
Tanto el director del largometraje, Miguel Ángel Jiménez, como su guionista de cabecera, Luis Moya, se habían movido en sus anteriores colaboraciones cinematográficas, Ori y Chaika, en el terreno del drama comprometido.
Quizás por ello, a la hora de construir la tensión que se supone que debería latir tras las imágenes de La mina (The Night Watchman), lo que acaban exhibiendo es una notable incapacidad para densificar la atmósfera, para enrarecer los espacios en los que se mueven sus personajes y convertir las experiencias como vigilante de una mina abandonada de Jack en una especie de proyección de la inestabilidad psicológica que, en teoría, debería caracterizarle –como les ocurría a los protagonistas de dos largometrajes similares que sí jugaban bien sus bazas genéricas: Session 9 y La sombra de la noche– por culpa de un pasado traumático convenientemente desdibujado.
Lo peor del filme está, de hecho, en el (excesivo) tiempo que, siendo un proyecto que se vende a sí mismo como una pieza de terror psicológico, le dedica a un grupo de protagonistas que insisten en moverse dentro de los límites del estereotipo más ramplón y más irritante.
No hay evolución dramática, ni consecuencias a sus acciones previas, sino situaciones culebronescas de libro que no funcionan, sencillamente, porque ni Jiménez ni los actores –todos ellos muy limitados, o mal dirigidos– son capaces de generar la más mínima empatía hacia ellos.
Pero ni siquiera cuando La mina (The Night Watchman) se vuelca en su (supuesto) gancho comercial, las (escasísimas) secuencias de terror, el largometraje logra tomar algo de oxígeno.
Más que nada porque, por más que Jiménez haya intentado empaparse del estilo de los miembros del splat pack –tanto la planificación como el (espléndido) trabajo de diseño de producción de Ion Arretxe parecen referir a la versión de Las colinas tienen ojos de Alexandre Aja–, la realidad es que no logra generar inquietud, ni tensión alguna, a pesar de la intención imitativa de su trabajo de cámara.
No hay visceralidad en lo que muestra en pantalla, en parte porque no cree en lo que está rodando –los momentos supuestamente gore no transmiten la más mínima fuerza: no hay más que ver el momento en el que degüellan a determinado personaje principal–, y en parte porque, como antes señalaba, no ha sido capaz de generar un vínculo emocional entre el espectador y la narración.