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La historia interminable: el cuento de nunca acabar

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Josep Maria Sucarrats - publicado el 25/07/16
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“Un gigantesco melodrama comercial a base de cursilería, peluche y plástico”, Ende dixit

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Tienes 40 y pico tacos; más o menos. Tienes vástagos, que son críos o que tienen la edad que tenías tú hace 30 años, justo cuando se estrenó La historia interminable. Ves que la reestrenan en tu barrio (estrategia para cine abúlico de verano).

En 1984, eras pequeño y la historia de Bastián te llevó al mundo de Fantasía y a una lucha sana contra la Nada. Deseaste ser un héroe, pero ahora tienes una vida gris. ¿Dónde has estado todos estos años?

Tienes los pies en el suelo, como pedía ese padre del principio de la película: ¡había que cumplir con tus deberes! Ves el reestreno y te entra esa morriña al recordarte de pequeño.

Quieres lo mejor para los tuyos, ¡qué menos! ¡Que sean grandes!, te dices, ¡que deseen!, ¡que no se muera su imaginación!, ¡que no les pueda la Nada!

Tienes que ir; claro. E irás, piensas. ¿Razones? Es una historia de Michael Ende; es la adaptación de ese libro que quiso ser clásico, y tienes esa canción neo-romántica y tecno-pop de Limahl en la memoria (aunque prefieres no recordar sus pintas).

En el fondo sabes que es un peñazo, y que ni el libro ni la película consiguieron convertirse en canon, en esa referencia inevitable que tiene lo bueno con el paso del tiempo.

En el fondo sabes que debías haber leído o visto Momo, que era sin duda mucho mejor, como te habían dicho.

Pero es verano, el cine está desierto y tienes que proponer algo a tus hijos para que deseen. Sabes que necesitas recuperar el ideal que viviste con la historia. Y esta emblemática película ochentera te parece una buena ocasión. ¿Seguro?

La trama es conocida. La Nada está destruyendo el reino de Fantasía, donde se gestan todas las historias fantásticas, y la Emperatriz Infantil se está muriendo. Pero hay una esperanza (faltaría más): un guerrero puede desafiar la Nada y salvar a la Emperatriz dándole un nuevo nombre.

Se trata de Atreyu. ¿Quién? En Fantasía, un joven guerrero indio; en el mundo real, Bastián, un niño reservado y huérfano, lector friki de libros de aventuras infantiles, que sufre bullying, y que se encierra en el desván de su escuela a leer historias alejadas de una realidad que no soporta.

Los dos acabarán confundiéndose, en un juego de espejos, y Bastián entrará en el mundo fantástico y salvará a la Emperatriz, quien le premiará con todos los deseos que le pida.

El chico aprovechará la oportunidad para darse un rulo con Fújur, un sabio conejo volador con cara de perro, primero por Fantasía y después por el mundo real, donde dará una reprimenda a los niñatos que se la tienen jurada. Todo acaba aquí, sin más.

Nada de trama metafísica. Los paisajes de Fantasía, parecidos casi a un prostíbulo discotequero de costa, con su plastilina, peluches y títeres de feria y cromas de pacotilla, no han servido más que para una venganza triste y cobarde.

¿Te acuerdas ahora? En tu cabeza estaba toda esa imaginería que te marcó, y un vago recuerdo de sobre el valor de la lectura, de la amistad y la valentía. Pero sabes que es mentira.

¡La adaptación del libro es una auténtica decepción! Un producto descafeinado con un final patético; una pérdida de tiempo que elimina cualquier rastro filosófico o metafísico a la historia de Michael Ende.

“Si estuviera en mis manos hundiría esa película en el Vesubio”, dijo el escritor. Y no es para menos. La película obvia toda la segunda parte del libro, la que da sentido a la historia cosmogónica sobre dos mundos paralelos que se retroalimentan en un ciclo eterno (interminable).

En la cinta no hay nada de esa representación utópica que, según Ende, debe tener toda crítica a la sociedad.

Y es que el autor quería advertirnos del peligro de una sociedad capitalista que con sus deberes y morales sumía al mundo en la Nada, y mataba toda tradición e imaginación.

En la película no hay nada de ese Bastián salvador, ni de esas referencias a la Odisea, a Las mil y una noche, a Carrol, Tolkien o Lewis, a la Tabla Redonda, a los cuadros de El Bosco, Goya o Dalí, al budismo zen, a la cábala, al antroposofismo o a la teosofía, ni a ninguna referencia metafísica.

Pero seamos claros y justos. Tampoco el libro consiguió su propósito: ser un clásico, un compendio de sabiduría universal y religiosa. No pasó de ser un panfleto sobre la bondad de leer libros. Sí: cubrió un espacio y un momento; pero es denso e infumable. Caducó.

¿Quieres una propuesta para tus vástagos? Sácales a por un helado o a poblar el mundo. La realidad nunca defrauda.

 

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