Nuestro modelo por antonomasia de macho protector de la familia
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Basta visitar la catedral de Monreale, en Sicilia, quizás el cénit del arte normando, para darse cuenta de cómo aprendían los antiguos cristianos la historia de la salvación.
Los curas eran de los pocos que leían las escrituras, los feligreses se limitaban a escuchar aquellas historias sagradas y a contemplar aquellos dorados mosaicos bizantinos que las reproducían, que les recordaban la enjundia de aquellos mágicos momentos que hilvanan la historia del pueblo de Israel y de Jesús y sus apóstoles, que milagrosamente les habían interceptado en el tiempo y en el espacio.
La coherencia de nuestros mitos posmodernos no es tal, pero algo de todo aquello se sigue conservando. Las palabras han perdido el peso de los púlpitos, se han hecho más ligeras y banales.
Las imágenes no son tan bellas en ocasiones y han abandonado su inmovilidad para entregarse al frenético ritmo audiovisual. Y ya casi nunca se nos habla del nazareno, aunque sí de muchos de los “valores” que surgieron y surgen del toparse de tantos con la encarnación y sus consecuencias.
La alegría del cristianismo, en la que tanto insiste el papa Francisco, tiene también sus derivaciones en la crítica cultural contemporánea: subrayar lo mejor, dejando el resto a la misericordia.
Por eso merece la pena destilar los micromitos que nos rodean y mostrar su potencia semántica, que misteriosamente los conecta a los inolvidables mosaicos de Monreale.
Tarzán no tiene demasiado de original. Es una historia que, en cierto modo, ya había contado Kipling en su El libro de la selva (1894), del que hace bien poco tuvimos otra entrega en versión cinematográfica: El libro de la selva (2016).
A pesar de todo, diferenciar a Tarzán de Mowgli, es cosa más bien fácil. Tarzán suele ser un adulto empoderado de la selva, mientras que Mowgli no es más que un niño que sigue conservando altas dosis de fragilidad en un entorno hostil.
Tarzán tiene un origen mediático humilde, una revista pulp vecina del cómic. Mowgli surge en la sacrosanta literatura.
Además, Tarzán aborda cierta problemática cultural a la que Mowgli permanece más bien ajeno, como es el caso del evolucionismo formulado en La teoría de las especies (1859) por Charles Darwin, con la que, pese a todo, Kipling ya habría tenido cierto contacto.
Tarzán fue una creación pop de Edgar Rice Burroughs, un escritor de género fantástico que recordamos precisamente por ser el padre de este mito.
En coherencia con el canon del cómic, Tarzán es un tipo mazado que va de liana en liana intentando proteger a los indefensos en lo más denso de la emboscada selva africana.
Los animales nobles, la mayoría, tienden a obedecerle, mientras que especialmente los reptiles tienden a convertirse en cadáveres a su paso. Puro antropocentrismo e inconscientes reminiscencias bíblicas.
Sin embargo, Tarzán no solo pasaba de árbol en árbol, sino que ya desde un principio practicó el salto transmediático. Tras la revista pulp All Story Magazine (1912), irrumpió en la novela, titulada Tarzán de los monos (1914), y no tardó demasiado en llegar al cine (1918). Fue la fábrica de sueños la que hizo inmortal esta historia.
En mi caso puedo incluso identificar el momento en que Tarzán se metió en mi vida. Fue a través de aquellas proyecciones en blanco y negro de Sesión de Tarde en TVE, de la mano de aquel actor, Johnny Weissmuller, nadador medallista olímpico de anchas espaldas y peinado pijo resistente a cualquier circunstancia y chapuzón, que murió convencido de ser Tarzán de los monos, emitiendo diariamente su grito de guerra en el sanatorio donde pasó sus últimos años hasta que no le dieron más los pulmones.
Weissmuller protagonizó 12 películas de Tarzán, desde Tarzán de los Monos (1932) hasta Tarzán y las sirenas (1948), y ya nunca se salió de ese cliché cinematográfico.
Acompañado de Chita, un simpático chimpancé come-cremas sacado de un circo, de la bella Jane -en un principio Maureen O’Sullivan- y de Boy, se convirtió en uno de nuestros héroes favoritos que no parábamos de imitar en nuestros juegos, cuando no nos gustaban todavía los antihéroes.
Fue él y no otro nuestro modelo por antonomasia de macho protector de la familia nuclear.
Después Tarzán siguió saltando de medio. Llegó a los dibujos animados, a la juguetería, al teatro, al computer game, e incluso a la música pop, con aquel imborrable Tarzan Boy de Baltimora que todavía hace eco en nuestras neuronas, donde es indisociable de aquellos etnocéntricos “sí, bwana”, y de aquellas portentosas luchas subacuáticas de Johnny Weissmuller con mastodónticos cocodrilos a los que apuñalaba torpemente y a cámara rápida.
Antes de morir, Johnny Weissmulller se subió a un árbol, agarró una liana y se lanzó al abismo entonando su inconfundible grito de rey de la selva.
Nadie encontró su cuerpo: Tarzán había saltado de nuevo de medio: se había colado en nuestros corazones: había pasado del mundo de la existencia física al mundo inmaterial de nuestra memoria colectiva.