Donde no se conoce a Cristo y se le ama, muere la dignidad y los tiranos nacen
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Sin ayuda divina, poca cosa agradable puedo encontrar hoy en día que sea fruto de la mano del ser humano, en especial cuando esas manos están manchadas de sangre y cerradas en puños apretados. ¿No es una constante tentación sospechar que sea lo que sea lo que Dios tenía planeado para este mundo y para la vida humana ya ha sido derrotado? La fe me dice, lo sé, que no puede ser verdad. Pero aun así…
En un tiempo que era como poco tan brutal como el nuestro, san Ireneo, obispo mártir del siglo II, afirmó que “la gloria de Dios es el hombre plenamente vivo”. Y únicamente en relación con Jesús vivimos íntegramente, pues Él nos revela la plenitud de la vida humana vivida en respuesta a nuestro Padre Celestial. Si fracasamos en ser como Cristo, fracasamos en ser plenamente humanos, ahora y para siempre.
¿Es posible conocer cómo es en realidad una vida humana cristiana, acorde con Cristo? Podemos responder a esta pregunta echando un vistazo a la historia y así, de paso, encontrar algunas lecciones prácticas.
Cuando se derrumbó el Imperio Romano, corrupto moralmente, en bancarrota, y lo invadieron los bárbaros, la gente pensó que había llegado el fin del mundo. Todo lo que una vez pareció imperecedero y fiable ahora se venía abajo. La luz del saber se había extinguido, el imperio de la ley había pasado a ser la ley de la jungla, la belleza había sido reemplazada por la brutalidad.
Excepto entre cristianos. Los cristianos, a diferencia de los bárbaros, no se destruían entre ellos; creaban arte, no lo aniquilaban; construían bibliotecas en vez de quemarlas. Ante todo, los cristianos trataron de amar al prójimo con y por el amor de Dios. De este modo, los cristianos aseguraron que las verdades de la Fe, la vida de aprendizaje y todas las necesidades de una vida humana plena eran preservadas y transferidas en el tiempo. Nosotros somos sus herederos.
Porque los cristianos proclamaron a Jesucristo, “a tiempo y fuera de tiempo”, fieles hasta la muerte, incluso cuando el mundo parecía terminar con la caída de Roma, no se consumieron ni la luz de la fe ni la luz de la razón. Más allá de los océanos y los siglos, innumerables generaciones han conseguido vivir su vocación de plena humanidad, vivos íntegramente por la gloria de Dios, porque Cristo había sido proclamado, porque le habían amado e imitado. Ahora nos toca a nosotros dar a conocer a amar a Cristo, con el testigo de nuestras palabras y obras, para que la luz no perezca incluso frente a las sombras que nos rodean.
La historia nos muestra que allí donde no se conoce y ama a Cristo, los humanos no llegan a ser lo que Dios les llama a ser. En lugar de eso, los humanos se denigran, se abusan, se consumen mutuamente, física y espiritualmente. Allí donde no se conoce y ama a Cristo, la dignidad muere y nace la tiranía. Una mirada honesta al pasado y al presente confirma esta verdad: Allí donde no se conoce y ama a Cristo, la vida humana en esta vida y la próxima está en peligro.
Hoy en día se exige que los cristianos sean silenciosos e invisibles. No es de esperar que nos percatemos del derrumbe de los muros ni del avance de los bárbaros. De nuevo se están encendiendo las antorchas, pero no para iluminar, sino para quemar y para purgar. Y ahora Cristo nos llama a responder a esta creciente oscuridad, al igual que fueron llamados los cristianos a la caída de Roma.
Nuestra vocación ahora es promover y proteger una comunidad plena y auténticamente católica. Esta comunidad deberá mantener abiertas las puertas de la iglesia y de la biblioteca, aun cuando las tormentas de odio y fanatismo golpeen desde el umbral; esta comunidad asegurará que tanto el Pan de Vida como el pan terrenal se compartan con los hambrientos; asegurará que tanto las Aguas del Bautismo como el agua potable se compartan con los sedientos; asegurará que el alma, la mente y el cuerpo humanos, preciosos, vulnerables y gloriosos, reciban un refugio protector. Ésta es nuestra vocación. Si no respondemos a esta llamada, cuánta tragedia, cuánto escándalo, cuánto horror esperan a nuestro futuro y al de nuestros hijos.
Tenemos que hacer tres cosas diariamente: ser santos, ser listos y ponernos a trabajar.
Tenemos que ser santos urgentemente: con la conversión, con el estudio, con el amor.
Tenemos que ser listos urgentemente: aprender qué sucede en el mundo, qué necesita nuestra familia y nuestro prójimo, y cómo cubrir esas necesidades.
Tenemos que trabajar urgentemente: actuar conforme aquello que creemos, sabemos y esperamos.
Nuestro objetivo constante es proclamar a Cristo en palabra y acción. Por el amor de Dios y por el amor de nuestro prójimo, a quien Jesús nos ordenó amar, debemos olvidarnos de nosotros mismos, agarrar nuestra cruz y seguirle a Él. Si lo hacemos, se salvarán nuestras vidas, nuestras almas y, lo mejor de todo, glorificaremos a Dios.
En mi próximo escrito hablaré sobre escribir en tiempos de crisis. Hasta entonces, recemos los unos por los otros.