La versión artificial del difunto no es lo mismo
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“El espejo negro (traducción del título de la serie Black Mirror) puedes encontrarlo hoy en cada pared, en cada escritorio, en la palma de cada mano. La fría y resplandeciente pantalla de un televisor, un monitor de ordenador, un tablet, un smartphone…” (Charlie Brooker, creador y guionista de Black Mirror).
La segunda temporada de Black Mirror propuso una trama que con ciertos matices hemos podido ver planteada en sus efectos principales en algunas películas tanto recientes como ya clásicas.
Desde Blade Runner (Ridley Scott, 1982) hasta Her (Spike Jonze, 2013), Transcendence (Wally Pfister, 2014) o Ex Machina (Alex Garland, 2015), la posibilidad de albergar sentimientos por un robot o un sistema operativo y el añadido de poder descargar nuestra conciencia en un disco duro suponen ciertas aproximaciones a dotar de características humanas a una creación artificial (tangible o intangible) además de ofrecer una salida a la extinción de nuestros recuerdos o personalidad que puede llegar a confundirse con una inmortalidad artificial.
En Ahora mismo vuelvo se nos cuenta la historia de una mujer que pierde a su pareja, un joven obsesionado con las redes sociales donde permanentemente mantenía una presencia.
A ella se le ofrece la posibilidad de interactuar con una herramienta que, tras recopilar toda la actividad de un sujeto en internet, consigue reconstruir un patrón de conducta que funcionando sobre una inteligencia artificial consigue generar un efecto similar al de poder comunicarse con la persona desaparecida.
Inicialmente rechaza la idea pero la amiga que se lo propone insiste hasta que consigue que se establezca esa comunicación con la versión artificial del difunto.
La cosa se pone interesante cuando la viuda descubre que está embarazada y estrecha su relación con el trasunto digital con el que inicialmente se comunica mediante texto pero que poco a poco va avanzando en su desarrollo hasta ser capaz de reconstruir la voz del fallecido y pueden mantener conversaciones telefónicas.
En una de las mismas el “ya-no-tan-muerto” le anuncia que existe la posibilidad de “encarnar” esa “conciencia” del ausente en un cuerpo robótico de carne sintética.
El resultado es un trasunto idéntico a su pareja fallecida aunque con evidentes carencias de iniciativa, espontaneidad, emotividad natural…
Aquí quizá es donde falla el episodio, porque si nos creemos ese asombroso avance ¿no va a existir una actualización de firmware que afine esas cuestiones?
El desolador desenlace del episodio supondrá un motivo de reflexión para el espectador acerca de hipotéticas consecuencias en la moralidad o la ética de un mundo futuro en el que pudiéramos asistir a situaciones similares, pero el trasfondo reside en la esencia misma de la naturaleza humana: ¿somos lo que somos simplemente por parecer lo que parecemos?
¿El compendio de nuestras palabras, gustos y reflexiones expresadas en las redes sociales podría conseguir una reconstrucción no ya completa sino aproximada de cómo somos realmente?
Mary Wollstonecraft Shelley en Frankenstein o el moderno Prometeo presentaba con espíritu revolucionario la historia de un hombre deseoso de dotar de vida a un cuerpo que la había perdido, pero hoy esas criaturas (por el momento únicamente en la ficción) necesitan algo más que la chispa de un rayo para que sus tejidos inertes regresen a la vida perdida.
Hoy la ficción busca abrazar los últimos avances y moldea sus nuevos monstruos con las costumbres de hoy mismo.
Hoy el rayo de la vida proviene de Internet y las redes sociales, pero si los miles de “gigavoltios”, que diría el doctor Emmet Brown de Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985) apenas conseguían hacer andar torpemente a un puzzle que remedaba la vida ¿por qué atiborrar de “me gusta” y retuits a un programa iba a conseguir un resultado más grácil?
“Si la tecnología es una droga, ¿cuáles serían sus efectos secundarios?” (Charlie Brooker, creador y guionista de Black Mirror).