Pese a su ambición comercial, el largometraje choca con la incapacidad de sus responsables para conectar con la obra original de Roald Dahl
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A raíz del resbalón en la taquilla americana de Mi amigo el gigante, ha habido voces –como la de Brent Lang en la revista Variety– que han empezado a plantear que quizás se han acabado los días en que a Steven Spielberg se le podía calificar como el “Rey Midas” de Hollywood. Que ha perdido su instinto popular, la conexión que, durante décadas, había mantenido con el público mayoritario, y que, de hecho, sus éxitos más recientes provienen, básicamente, de franquicias de su época de mayor éxito.
La realidad es que el espectador contemporáneo es tremendamente egoísta –y cada vez más perezoso, sobre todo en lo intelectual–, y no le ha perdonado a Spielberg su necesidad de evolucionar en lo artístico y en lo expresivo, por apartarse de las servidumbres del blockbuster y profundizar en su propio concepto de lo cinematográfico.
¿No es, acaso, normal, que un creador que roza los setenta años sienta el impulso de explorar relatos más próximos a sus inquietudes naturales?
¿Y que se aprecie mucha más pasión en obras como Caballo de batalla, Lincoln o El puente de los espías que en otras que están impregnadas de sus esfuerzos por recuperar el favor del público, como Indiana Jones y la calavera de cristal o la que nos ocupa, Mi amigo el gigante?
No se trata de un remake ni una secuela, pero sí de un intento de apelar al recuerdo de E.T. el extraterrestre reuniendo a Spielberg con la (desaparecida) autora de su guión, Melissa Mathison.
Y aunque hay numerosos puntos de concomitancia entre ambos largometrajes –la ternura de la relación que se establece entre Sophie (Ruby Barnhill) y BFG (Mark Rylance), las ausencias parentales…–, a la hora de retratar la infancia a través del filtro de lo fantástico, lo que en aquella resultaba visceral, auténtico, aquí se convierte en algo forzado, impostado, sobre todo por la incapacidad de sus máximos responsables de conciliar sus propias ideas con las provenientes de la novela de Roald Dahl en la que se han basado, El gran gigante bonachón.
Pocos directores han entendido y han conectado tan profundamente con la esencia del escritor británico como Danny De Vito en su Matilda. Su peculiar sentido del humor, su excentricidad, su anarquía, su disparatada imaginación…
Es fácil quedarse en la superficie de un estilo tan particular, tan idiosincrásico, y ahí reside el gran problema de Mi amigo el gigante: que el guión de Mathison intenta, una y otra vez, conectar con la esencia de Dahl, y fracasa estrepitosamente porque choca con su propio sentimentalismo, con una tendencia al edulcoramiento que, de forma inevitable, rebaja la dosis de rebeldía, de incorrección política, que pudiera contener el original.
Siempre nos queda, por supuesto, el propio Spielberg. Porque es su destreza, su instinto para lo cinematográfico, lo que es capaz de arrancarle a Mi amigo el gigante –más allá de las limitaciones del propio proyecto– algunos de sus momentos más bellos, más rabiosamente oníricos: cfr. las escenas nocturnas ambientadas en Londres, quizás las que mejor reflejan la magia de la novela original.
Y sin embargo, no puedo evitar la sensación de que, al menos en esta ocasión, el director se ahoga demasiado a menudo en el torrente de efectos especiales digitales que acaba siendo el largometraje, y solamente es capaz de asomar la cabeza con cierta decisión como autor cuando tiene la oportunidad de trabajar con actores, manejar entornos y figuras físicas.
Y ahí es donde sale a relucir su dominio del ritmo interno de los planos, su timing para los gags y, sobre todo, su capacidad para sacarle el máximo partido a los intérpretes de los que se rodea.