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El regalo de la modestia: Lo que aprendí del “topless” en una playa

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Kimberly Cook - publicado el 27/06/16
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“Sencillamente mira a otra parte” es una respuesta comprensible, pero ¿misericordiosa?

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Cuando estaba en la universidad, hice un viaje de mochilera por Europa y, al pasar por Barcelona, me topé con una playa donde se practicaba topless.

Lo curioso es que ni siquiera me di cuenta al principio. Nuestro grupito formado por tres chicas y dos chicos se dirigió alegremente a un lugar agradable cerca de la orilla y allí empezamos a instalarnos, deseosos de lanzarnos directos a la espuma de las olas. ¡Estábamos encantados de estar en una playa en España!

Tardamos un rato, pero por fin nos dimos cuenta de que nuestro atuendo era extrañamente excesivo en comparación al del resto.

Cuando nos percatamos de ello, no sabía si reír o limpiar de arena mi barbilla, de tan boquiabierta que me había quedado. Creo que hice un poco de las dos cosas.

Pero luego pensé: “Bueno, ¿y cuál es el problema? Nos quedaremos en nuestro propio rinconcito de la playa y no prestaremos atención a los demás”.

Al momento, una de mis amigas empezó a regañarme en nombre de los dos chicos, a los que ya había sugerido que debíamos recoger todo al instante y marcharnos.

Sorprendida por la reacción, respondí que los chicos no parecían incómodos en absoluto.

No había más que mirarlos a los dos, ahí sentados mirando al suelo. No se habían movido un ápice.

Y entonces caí en la cuenta: los chicos se estimulan visualmente. Obvio.

Por supuesto que a mí no me importaba que las mujeres fueran sin parte de arriba, pero claro, imagina que viniera un hombre corriendo sin bañador. Probablemente saldríamos corriendo entre risas o gritos. ¿Por qué?

Porque las mujeres no nos estimulamos visualmente igual que los hombres. Así de simple.

Estos chicos se habían dado cuenta de que no podían proteger su vista de todas las mujeres desnudas que iban de arriba a abajo por toda la costa, así que tomaron la única precaución que podían: mirar a la arena. Dios les bendiga, pero no, no podíamos quedarnos.

Lo recogimos todo y nos buscamos otro plan alternativo.

Se podría criticar lo sencillo que es siempre mantener el punto de vista de uno mismo y descartar las otras posibilidades por ser debilidades. Ese día la playa de Barcelona me enseñó una clara lección.

Estoy segura de que ninguna de aquellas mujeres en topless tenía la intención de ser considerada un mero objeto.

De hecho, probablemente pensarían que si algún hombre no podía estar allí sin reprimir pensamientos impuros, pues que mirara hacia otro lado o se marchara.

Sin embargo, ¿es totalmente justa esta actitud?

El hecho es que la modestia es también consideración, es misericordia. Un aspecto de la misericordia es que se ofrece a personas de las que en realidad no somos responsables y que tal vez ni siquiera lo merezcan.

Si yo soy responsable o no de la reacción de un hombre por mi forma de vestir es algo discutible, pero tal vez mi instinto es el de errar en favor de la misericordia y ni siquiera poner en un aprieto al hombre.

Ser parte de la sociedad es entender que ninguno de nosotros somos pequeñas islas aisladas de los demás.

Es posible que de primeras lo que nos salga decir sea: “Estoy cómoda y si tienes un problema con mi aspecto, es tu problema, así que supéralo”, y hasta cierto punto es cierto. Pero no es misericordioso.

La belleza del cuerpo se basa en su dignidad y su origen, y preservar esto es una responsabilidad espiritual.

Presumir de verdad de la dignidad del cuerpo con un ornamento adecuado al evento y la situación invoca más un deseo de solidaridad que de utilidad.

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