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El voto católico: ¿existe?

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Marcelo López Cambronero - publicado el 22/06/16
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La Eucaristía es el primer y más importante acto político que se realiza en el mundo, en cualquier lugar del mundo

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La llegada de las elecciones, en cualquier estado democrático del mundo, tiene un curioso efecto sobre los católicos: al mismo tiempo que sentimos la responsabilidad de ayudar en la construcción de la casa común nos sentimos confusos y perdidos, obligados como estamos a elegir entre “susto o muerte”.

Desde mi punto de vista hemos llegado hasta esta situación debido a la pérdida de sentido de nuestra pertenencia al pueblo de Dios, que es también política. Los cristianos somos una “nación de naciones” configurada por nuestro “ser de Cristo”. Es una pertenencia que no proviene de ninguna decisión ideológica ni consiste en el acuerdo con alguna serie de postulados abstractos, sino del hecho fundamental de haber encontrado al Señor y caminar hacia Él y junto a Él.

Conviene recordar que la Eucaristía es el primer y más importante acto político que se realiza en el mundo, en cualquier lugar del mundo. La Eucaristía celebrada en la parroquia más humilde supone un acto político de una dimensión mucho mayor, incomparablemente mayor, a cualquier cumbre de jefes de estado, por más relevante que la podamos imaginar. El motivo es que al comulgar somos incorporados al Cuerpo de Cristo haciéndonos uno con Él y con nuestros hermanos en un lazo que es más real y más verdadero que los que provienen de la sangre, con independencia de la ciudadanía de cada cual.

Todas las teologías paganas que se sostienen en el mundo contemporáneo no son más que esfuerzos burdos por simular una pertenencia semejante.

Este dato es el que late en nuestra corazón haciendo que nos sintamos extraños a nosotros mismos, e incluso de alguna manera traidores, cuando nos dirigimos a votar arrastrados por razones que sospechamos bastardas. Es decisivo que lo comprendamos: existe formas de gestionar las relaciones de intercambio (economía), el crecimiento personal (educación) y el bien común (política) que nacen del encuentro con Cristo y que son sustancialmente distintas, en estos ámbitos y en tantos otros, a las que provienen de las teologías paganas en las que se funda la mentalidad dominante.

Es un error capital pensar que la experiencia de Cristo no tiene relevancia en todos y cada uno de los actos cotidianos, en todas y cada una de nuestras prácticas y preocupaciones. Por eso la primera decisión política no es a quién votar, sino el acoger o rechazar a Cristo como centro de la vida.

Las dificultades que tenemos para determinar nuestro voto se hacen más evidentes cuando intentamos decidir entre las papeletas a partir de argumentos morales. La moralidad es importante, pero separada de su sentido, que es Cristo mismo y la mirada hacia la realidad que nace de Él, se convierte en una ideología más.

En la famosa Carta a Diogneto, que es todo un manual sobre política cristiana, se dice que el pueblo de Dios vive en medio de los demás, pero de una manera asombrosamente distinta que supone, por ejemplo, “que no abandonen a los hijos de sus entrañas”.

El autor de la carta se refiere a que las familias cristianas acudían en tiempos de los romanos a las zonas en las que los paganos abandonaban a los hijos recién nacidos que no deseaban cuidar (los dejaban “expuestos”). Los cristianos recogían a los niños y los tomaban como hijos propios, pero esta forma de vivir no nacía de un rechazo ideológico al aborto o al infanticidio, sino de una sobreabundancia de amor que se vertía sobre todos los aspectos de la vida.

Al entender esto nos damos cuenta de que la solución no es crear una especie de “partido católico” al que se le permita participar en el juego siempre que acepte los presupuestos que impone el poder y que han aceptado todos los partidos, da igual la ideología que afirmen sostener.

Todos ellos concuerdan en el mismo tipo de presupuestos paganos, todos parten de la idea de que las relaciones humanas –cualquier relación, pero en especial las económicas- se mueven por el interés (son manipuladoras) y todos rinden el mismo culto al dinero y al éxito, ídolos sobre los que depositan la esperanza de la salvación de los hombres. A partir de aquí se preocupan principalmente de mantener sus privilegios, de ocupar el poder y de permanecer en él, adaptando sus opiniones y mensajes a lo que en cada momento pueda redundar en su provecho.

Ayer leía que el Partido Comunista chino ha decidido derrumbar todas las cruces cristianas porque tiene miedo a la fuerza de esta comunidad que entre nosotros, en Occidente, ha quedado prácticamente disuelta. El motivo es que el cristianismo, cuando se vive en plena conciencia, logra transformar imperios, derriba tiranías y hace germinar una y otra vez las semillas del bien común.

¿Dónde está ahora ese pueblo, el pueblo de Dios al que pertenezco? Está callado y sometido porque se ha vuelto infiel a la única posibilidad de belleza, de paz y de entendimiento que hay en esta tierra. Sin embargo él, esta nación, es la esperanza del mundo, porque lleva en su seno la presencia del resucitado, de Aquel que explica al hombre quién es y cuál es la altura de su destino y vocación.

 

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